Siomara, con ojos desorbitados, estaba en el pórtico hablando consigo misma.
—Cuándo llegarás mi amor, vida, del todo consuelo mío, mío…
Sin respuesta, así siguieron los días, los meses… los años. Pero de tanto hablar a solas, desde su psique creó una voz divina, que todo lo sabía, y todo lo sentía; su máxima era la última promesa que le hizo su amado, antes de que partiera para nunca jamás volver a verlo.
«Prométeme que no mirarás al ufano Océano, si no, morirás de soledad en él, ya que el terrible abismo de Neptuno es tan profundo, triste e infinito, que te comerá viva; pero antes de morir, suspirarás la más terrible tristeza…».
Así, recordó por mucho tiempo esas palabras de su dios interior.
La vida transcurrió como un rayo entre la sequía: experimentando el mundo llano y estéril, pasaron por su cuerpo hombres de aquí y allá, con romances efímeros; tasqueras, borracheras, y un alma diferente dentro de ella, con el pesar de una ausencia que se había vuelto eterna.
No obstante, con las vicisitudes de la vida todo cambia, y ella ya había roto aquella promesa que se hicieran los dos.
El mar, infierno del Señor de las Algas, volvió a sus ojos.
Adiós, Siomara, el mundo no fue hecho para ti, aunque puede que el otro, acuoso y caótico, sí.
Y cae desde su terraza porteña hasta hundirse fatalmente en el temible panteón de piratas, el cual la devoró sin dejar rastro alguno de ella… el aire salió muerto desde adentro de su cuerpo, para que ahora navajas de minerales extraños entraran, convirtiéndola una con el mar, para siempre.
En cada muerte de los acólitos del Amor, la espuma del mar se vuelve a ratos oscura; de luto se balancea por las noches, con la luna clara y brillante; después, la soterrada alma de Siomara, sigue por las mañanas esperanzada, con la eterna ilusión de ser amada otra vez por ese que hace muchos años la dejó por otro.
Julián vivía con sus tres hijos y un hombre que le hacía segunda de padre, o, cuando era necesario, de madre.
Ya sus vecinos los empezaban a ver con ojos inquisitivos, porque algo raro pasaba entre ellos, una práctica sumamente anti-natural. Pietro, un hombre bonachón, austero, siempre alegre, solía jugar con los niños a la Rueda de los Pícaros Santos, tal era su algarabía, que a Julián le hizo evocar su pasado: allá, lejos, muy lejos, del otro lado del océano, sabía que dejó un asunto pendiente, el cual nunca pudo realmente olvidar.
La mujer de la terraza.
No supo cómo contárselo a Pietro. Ella era tersa como una tela fina, sus ojos siempre expresivos, risueña, similar a él, pero sin lo que requería, lo que en verdad deseaba en su sexo. Perdido entre recuerdos fatigosos, lamentó las malas decisiones del pasado, aun cuando ahora vivía en plenitud.
Tampoco ignoraba la pronta huida, sin embargo, ya no se iría solo, ahora estaría acompañado con el verdadero amor de su vida, y tres pequeños ángeles que hacían de su familia; la siguiente noche, en sigilo, pasarían por las calles de la ciudad portuaria, para irse lejos, muy lejos de nuevo, a un algún lugar en el que su praxis no fuera vituperada por las extemporáneas tradiciones que los acongojaban. Pasará, pasará, todo esto pasará.
Ya en la madrugada, enquistado en un sueño que lo ahogaba, Julián despertó tosiendo material ajeno a su fisiología; era una baba oscura, verdosa si la noche no estuviera cubriendo su cromatismo, y se asustó mucho. Se sentía enfermo, pero aún funcional.
No había nadie en su cuarto, solo él y un extraño vacío. Bajó de su cama y vio que, de un camino viscoso, algo marcaba la marcha hostil de un ente invasor; siguió el trayecto, y este apuntaba también al cuarto de los niños, que tampoco se les veía en las inmediaciones, como si la nueva huida hubiera comenzado sin él. ¿Qué habría pasado?, ¿algo se salió de sus manos? Lo ignoraba… Y a la vez no. Escuchó la voz del mar.
Femenino.
Remoto.
Corrió hacia afuera, semidesnudo, despertando a los vecinos por el ruido de su clamor, que no pudo contener porque algo terrible estaba pasando. Lo presentía.
Desde los albores de su infancia, siempre supo presentir cuando el mal lo acechaba; como allá, en su tierra natal, cuando tuvo que escapar de los demonios que lo acosaban constantemente. Ahora había vuelto a renacer aquella pérfida sensación, la cual tenía que resolver pronto, o todo acabaría como el peor de sus miedos: quedarse solo ante un mundo lleno de depredadores.
Así, sufriendo dolores por el despiadado suelo pedregoso, sus pies palpaban arbitrios de la naturaleza, dejando a su paso un rastro de sangre. El mar, el mar, allá al Este…
Lo que temía estaba ahí, frente a él: el amorfo reino del inframundo, habitado por seres que se rehusaron a respirar aire y prefirieron ahogarse en las llamas acuosas de ese cosmos indómito; éste ha vuelto a sus ojos, soslayando un mandato que se tenía como primordial. El camino lo guio hasta que Selene iluminó aquel promontorio de rocas y agua salada.
Ahí había algo.
No lo veía, mas sí lo sentía.
Todavía temeroso, caminó hacia esa extraña zona, la cual antes no pertenecía a su orgánica geografía, pero sí esa noche. Ya lo suficientemente cerca, vio cuatro cuerpos, uno más grande que los otros tres, variando en sus pueriles pequeñeces; eran como seres de alas conformadas de plantas marítimas: sucios ángeles del mar; tenían sus bocas y ojos bien abiertos, una miríada de crustáceos dominándolos en una mortecina romería que lo dejó sin aliento.
Y de pronto todo fue luz, luz de mañana.
Aquellos diminutos seres se habían detenido; el mar también, junto a gaviotas y pelícanos congelados. Cada animal perdió su rostro, y a cambio obtuvo una muy peculiar faz, alienada a su natural estado, antropomórfico, de una mujer perdida en el tiempo.
Siomara miraba a su antiguo amante con miles de ojos repletos de las emociones más inmundas del quehacer humano. Julián, atrapado en ese ritual diabólico, de sus cuencas solamente expelió sentimientos encontrados en una rendición irrevocable. Un olor fétido, pútrido, marítimo, lo inundó hasta que su visión se perdió… Se perdió.
Y las burbujas se llevaron su consciencia hasta las indómitas profundidades de Neptuno, donde su alma repasaría una y otra vez aquella escena, de pérdidas y reencuentros; así hasta que llegara el final de los dioses antiguos, y la vida replanteara su cosmogonía y funciones, después de una eternidad llena de divinas frustraciones.
¡Cacarámba!
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¡Ay, caramba!!
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Me encantó!
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