Comida

Ese día mi abuelita nos presentó a Urano, un cachorro Weimaraner que tenía los ojitos muy lindos; yo no sabía que era de una raza exótica, porque para mí todos los perritos son iguales y preciosos. Micaela no lo soltó desde que se lo dio mi abue, y lo trataba como su hijito, por lo que a mí lo único que me quedaba era contemplarlo, fascinándome con esos ojos que reflejaban el mismo paraíso.

Después, mi abuelita nos llevó al corral del rancho, y ahí conocimos a Pepita y a Hortensia, las gallinas más maduras del lugar; cada una tenía una personalidad muy diferente, una simpática, la otra huraña, que no te le podías ni acercar porque te perseguía hasta darte un picotazo. Nos enamoramos de esos bellos seres emplumados, como de sus polluelos que descuartizaban a lombrices que se escondían debajo del lodo. Preguntamos por Claudio, el gallo, pero no hubo respuesta, sólo una sonrisa extraña, de esas que mi madre nos daba cuando preguntábamos por mi papi.

Es raro, porque lo último que recuerdo de él es que unos oficiales llegaron a la casa, muy serios, y se quedaron hablando con mi mami por mucho tiempo. Ella los sacó de la casa diciéndoles algo así como de que fueran a buscar culpables para otro lado.

Y bueno…

Esa vez mi mamá no se quedó con nosotros, dijo que tendría que irse a trabajar lejos por una temporada; y aunque insistimos en ir con ella, apenas recibimos regaños y suspiros. Ni modo, creo que los adultos nunca entienden la necesidad de nosotros los niños, la de la compañía suya; de que constantemente nos sentimos solos sin su afecto. Por lo menos mi papi nos contaba historias en la noche, hasta quedarnos profundamente dormidos.

Una de nuestras favoritas era la del duende Sabión, que vivía por allá en un reino olvidado; él podía ser tan bueno y tan malo, como si fuera dos personas en una. Alguna vez, cuando mi papá llegó borracho a la casa y mi mamá lo sacó a patadas; con su olor a alcohol y con amargura, alcanzó a contarnos lo que nos dijo era la verdadera historia de Sabión: era un hombre chaparro, peludo, muy malhumorado, y otros detalles más que nos dijo, como si lo hubiera conocido en persona. Se alimentaba del sufrimiento de los demás porque alargaba más su existencia, así les hacía las vidas imposibles a sus vecinos, con brujerías que sabía usar. Hasta que un febrero, no sé si tiene algo de importante el mes, pues lo acorralaron, y suplicó que lo dejaran en paz y les prometió que ya no haría ninguna fechoría a nadie. Pero no, quemaron los pastizales cercanos, luego los árboles; no lo dejaron irse, y murió asfixiado.

Después de eso todos la pasaron bien. Aunque no por mucho tiempo. Porque Sabión volvió desde el mundo oscuro y, en vez de vengarse directamente, empezó a matar a los animales de las granjas, como Pepita y Hortensia, para que todos estuvieran tristes y tuvieran hambre.

Al final, terminó con que nadie sabía que Sabión tenía una esposa y una hija, y que viajaron muy lejos; cuando regresaron, la esposa vio que un cuerpo aterrador estaba hecho cenizas: era su amado esposo, que la esperó por mucho, mucho tiempo. Ahí su mujer hizo algo que cambiaría la vida de muchos…

Ya no supimos más, porque mi mamá se había llevado a mi papi, dejándolo con heridas en la cara por esas largas uñas que casi nunca se cortaba. Nos asustamos muchísimo, pero, qué podíamos hacer, estábamos cansados también porque siempre teníamos hambre.

Volviendo a la historia de mi abuela, ella luego nos presentó a Eureka, la vaca lechera del lugar, y a Patricio, un caballo viejo y holgazán, pero lo lindo es que relinchaba feliz porque nos reconocía al vernos. Patricio era buen caballo, a pesar todo.

Algo que nos puso muy contentos es que mi abuela nos mencionó que comida no haría falta, ya que nuestras barriguitas se iban a llenar de tanto comer. Sí, fue tan cierto que lo primero que hicimos fue cenar hartas habichuelas, luego al otro día unos frijolitos con pan rancio. Ya hasta no quise probar más de eso.

Para mi sorpresa, Micaela comía más que yo; podía decir que tragaba en vez de masticar. Engordó demasiado en una semana, y yo creí que era otra persona; luego, me preocupaba Urano, que no lo dejaba libre en el suelo al pobre; hasta era capaz de soportar que se hiciera pipí en su falda por no soltarlo, y a mí me daba asco. Ella cambió tantísimo que me sentí en uno de esos sueños malos en los que yo volaba y pasaban cosas que me incomodaban. Recuerdo que mi madre me decía que no los tuviera, que si podía despertar, que despertara de inmediato.

Cansado de comer verduras y leguminosas, chillando le pedí a mi abuela un poco de carne, para variar, porque tenía rato que no la probaba. Esa vez la anciana de mi abuela me vio con unos ojos tan extraños…; su mirada era la de otra persona, y me dio mucho miedo. Aunque luego me sonrió como siempre, y me dio unas palmaditas en la cabeza diciéndome que tenía justo algo para preparar. Nos metió al cuarto, el que antes era de mi madre y mi tío Aspabión, del que por primera vez escuchaba su nombre y de sus temibles travesuras de niño. Quise saber más de mi tío y Micaela me calló con un fuerte pellizco, diciendo que ella ya sabía suficiente, pero que a mi mamá no le gustaba hablar de su hermano, porque estaba mal hablar de él.

De verdad que Micaela estaba insoportable, le encantaba molestarme y no dejarme estar en paz; cuando podía, me picaba un ojo o me decía flaco feo, mientras ella estaba gorda y no se bañaba. Mínimo yo sí me tiraba agua fría a la cabeza, para que los piojos se fueran con la corriente y me dejaran dormir a gusto.

Después de uno de mis baños diarios, Micaela se tiró a dormir en su cama, y yo, vi por la ventana lo que pasaba afuera: un cielo oscuro, nubes regordetas que parecían crear un mundo diferente al nuestro; imaginé otros lugares fantásticos con divertidas posibilidades en las que ser niño no era tan aburrido. Ya cuando me acordé de lo que estaba haciendo, porque a la cochina de Micaela se le ocurrió matar a una rata con sus manos, me di cuenta de lo que pasaba abajo; mi abuelita estaba cargando un cuerpecito que no se movía, como si fuera un muñeco que chorreaba una sustancia negra por el suelo.

Ella no me vio y siguió con lo suyo.

Micaela trataba, por la fuerza, de darle de comer esa rata a Urano y le dije que los perros no comen ratas, cosa que los gatos sí; me amenazó en darme a la rata de comer, porque yo era un gato tonto y feo; yo le advertí que le hablaría a mi abuela para que la regañara, pero muy soberbia me respondió que a los hombres no les hace caso, ya que ninguno valía la pena. No le creí y me quedé calladito, porque justo mi abuela me iba a dar la carne que le pedí.

A la hora, cuando olía muy rico, mi abuelita nos abrió la puerta; estaba sucia, llena de eso negro que vi antes, y alegre nos avisó que la comida estaba lista. Bajamos felices y contentos. Al sentarnos en la mesa, vimos que había plumas cafés en el suelo.

Mi abue dijo que le diéramos gracias a Claudio, que él se prestó para darnos comida. Yo ahí me lo imaginé, un gallo que nunca miré con mis ojos, pero mi corazón lo vio muy parlante y dadivoso; hablaba nuestro idioma y casi cantaba en vez de parlar. Le dimos las gracias, dondequiera que estuviera, y nos dispusimos a comer el rico pollo que nos preparó abuelita.

Desperté aquella noche muy asustado, sudando frío, creyendo que yo todavía flotaba; pero no, era un sueño. Un sueño feo donde veía a mi abuela hacer cosas malas, y lo peor es que ella como que sabía que yo estaba ahí, mirándola, lo que le daba más gusto seguir con lo que hacía. Era tan horrible lo que pasaba que di gracias que fui despertado por el ruido que provenía del exterior.

Miré a mi alrededor y no había nadie, ni Micaela ni Urano rogando por salirse de su regazo.

No me parecía normal, por eso me levanté de la cama y fui abajo para ver si mi abuela estaba preparándose algún té. Ella nos dijo que no podía dormir mucho en la noche, por esa razón era común verla en la cocina, o afuera, haciendo algo para matar el tiempo.

Para mi sorpresa, ambas estaban ahí, viéndose, sentadas una frente a la otra. En medio de ellas había un costal que se movía mucho, parecía como un gusano grandote que quería escapar, y me dio asco. Yo no sé cuánto tiempo me les quedé viendo, creo que pasó mucho cuando ellas voltearon a verme al mismo tiempo. Yo me asusté y mejor me fui de vuelta a mi cama.

No dormí de inmediato, sentía que hice mal al ir abajo. Algo me hacía pensar que yo era un intruso. Entre sábanas me quedé tapado, protegiéndome por el miedo que sufría. Quería irme lejos, flotar, pasar a otro lado en el que pudiera sentirme bien. No pasó mucho tiempo cuando empecé a sentir que alguien me observaba, pero me daba miedito revisar quién era. Tal vez fue mi abuela, supongo. Esperaba el regaño, preparándome por si un golpe me caía; tendría que aguantarlo sin gritar de dolor. Y no pasó más. Luego no sentí esa presencia y pronto sentí sueño. Pero, antes de quedarme dormido, escuché un chillido muy familiar, algo que me hizo recordar a Urano…

En el desayuno comimos huevos con un tierno pedazo de carne no tan apetitoso. Yo desayuné sin ganas y Micaela comía como un cerdo. A mi abuela nunca la vi comer, era extraño. Ella solía mirarnos alegre, pero esta vez era como si yo no existiera. Solamente tenía ojos para la cochina de mi hermana, que su olor me daba náuseas. Su voz había cambiado, todavía era más chillona de lo normal; juro que también su cara era más ruda, las patillas le crecieron tanto que parecía que ahora tenía a un hermano mayor y no a una hermana. Si nos hubieran puesto uno al ladito del otro, ella se vería más hombre que yo, hasta por su manera de comer.

Esa vez tuve la valentía de preguntarle a mi abuela, tal vez porque me sentía tan mareado que no pensaba bien, que si qué hacía por las noches con Micaela. Mi abuela lentamente giró su cabeza hacia a mí y, sin dejar de sonreír, se acercó y me empezó a dar unas porradas muy fuertes y quise quedarme dormido otra vez. Sentí que casi desmayaba.

Micaela se rio, pero al rato le dijo que ya no me pegara. Era extraño, porque mi abuela siguió la orden como si su nieta tuviera la autoridad en la casa. Cuando vi de nuevo a Micaela, me percaté que en su plato tenía muchos huesos pequeños que no parecían ni de res ni de pollo. Era extraño. ¿Qué le habría pasado a Urano? Ya no estaba entre sus brazos. Pregunté por el perrito azulado y la única respuesta fue que él ya no crecería como un perro malo.

Quería estar con mi mamá, por lo menos ella no nos molestaba con cosas tan raras como estas. Mi mami, aunque a veces se le olvidara cocinar o nos regañara mucho, nunca, nunca nos pegó o levantó la mano.

Mi abuela tenía mucha fuerza para ser una viejita.

Quería llorar, pero me dio miedo que por eso me siguiera golpeando.

Y tocaron la puerta, lo cual me hizo dar un brinco desde donde estaba.

La anciana, que ahora parecía un espectro de lo que fue mi abuela, miró molesta a la puerta y se preguntó, con una grosería que no voy a decir, que si quién los molestaría en ese momento. Micaela le dijo que abriera, que sabía de quién se trataba y que era lo último que le faltaba… ¿Para qué? No sé, yo me sobaba mis golpes, para calmar el dolor, y secarme las lágrimas antes que estuvieran a la vista. Mi abuela abrió la puerta y vimos al cartero, un hombre casi tan grande como ella, con una cara preocupada y una caja entre sus manos. Dijo que era para nosotros, lo había enviado nuestra madre. Yo por fin sentí algo de alivio, pero luego todo cambió cuando me obligaron a subir a mi cuarto, lo cual yo no quería; aunque, qué miedo, esa cara amenazadora de Micaela me hizo pensar cosas muy feas en mi cabeza y salí corriendo. Escuché que invitaron a entrar al cartero, y le preguntaron si quería té.

Yo, por mi parte, me encerré en el cuarto y no quise saber más del asunto de esas locas.

Mi padre estaba ahí, cerquita, creo que en una esquina. Me estaba mirando. Se veía raro, como de papel. Sus ojos miraban feo, pero era él. Escuché su voz sin que abriera la boca, me decía que huyera, que me fuera rápido; le pregunté que si por qué se había ido, lo extrañaba mucho. Sentí tanta tristeza…, pero no era mía. Lo quise abrazar y me gritó.

Desperté de otro sueño de esos que ya no quería más. Ya casi era de noche y otra vez no estaba ahí la apestosa de Micaela. Abajito de su cama posaba un calendario antiguo y apuntaba cosas que no entendía en la parte de febrero; no me acordaba que ya estábamos en ese mes, la vida ahí se me había pasado rápido.

Y rápido me tenía ir de ahí.

Tomé valor, pensé en cosas bonitas, y salí del cuarto; esta vez no quise hacer ruido, ni nada que atrajera a las locas; seguí la recomendación de mi padre y me apuré a escapar. Si mi mamá no venía por nosotros… yo me iba con ella, o con cualquiera que no fuera como estas que me maltrataban. Lento, despacito, cerré la puerta tras de mí, para que luego no rechinara por el viento. No había luz, o muy poca.

Mi corazón parecía salirse de mi pecho, pero no quise hacerle caso, porque yo nomas pensaba en irme. Tenía que irme. Bajé escalón por escalón, siempre mirando hacia el lado donde vería a la cocina, donde probablemente estarían ellas. Y sí, ahí estaban…

Olía muy mal.

Las velas apenas me dejaron ver que Micaela seguía merendando algo que la oscuridad lo encubría, pero, pude ver muchos pedazos de carne, una vestimenta sucia en el suelo y una Micaela que no paraba de tragar. Era como si una cosa que no hablaba me dijera que estaba en gran peligro y la gente que vivía conmigo era muy, muy mala.

Escuché que Micaela le decía a mi abuela que había tardado mucho, que allá donde estaba era difícil de existir y que en penumbras no se podía pensar claro. Yo seguí bajando despacito para que no me escucharan.

Mi abuela parecía fascinada por lo que veía, como si le divirtiera ver a eso que se parecía a mi hermana. Micaela seguía con detalles que no entendía bien, porque hablaba mucho del pasado, de gente que no conocía y vivió cerca de la granja de mi abuela; quería hacerlos sufrir mucho. Para mí ya era el diablo mi hermana.

Paso por paso, pensando en mi papi, en animalitos, en volar, veía más cerca mi meta. Y ser libre.

Aquello que gemía al hablar se quejaba con “Mamá, debió ser niño, no niña” y la vieja le respondió que daba igual, al final era lo mismo. Sentí que algo se refería a mí. Pero seguí con lo mío, que casi me hacía pipí en mis calzoncitos.

El súbito crujido de la madera me dejó helado. Malditos de mis pies torpes. Pero no pasó nada.

Seguí bajando…

La anciana le preguntó a aquel pequeño ser que tuviera paciencia, que ya habían terminado. Sobre la mesa posaba un incómodo bulto: los ojos de aquella cabeza, humana, estaban ausentes. No cabía duda que esto era una pesadilla, la más fea de todas. Pero no podía flotar, volar, ni nada de eso. Eso me puso a temblar.

Ese monstruito rechoncho chillaba en vez de hablar; sus barbas no eran las de una niña, ni sus pelos que la cubrían en casi todo su cuerpecito. Estaba casi desnuda, o desnudo, nomás tenía la falda puesta y a punto de reventar. Siguió con que la hija de mi abuela era una cobarde, que tenía que haber estado ahí con ellos. Yo caminaba sin parar, y me topé con la caja que estaba al lado de la puerta; yo ya casi llegaba hacia afuera, pero miré a ésta rápido y vi esto: cadenas, un libro viejo, y una bola que brillaba un poquito. Eso que supuestamente era Micaela dijo, con palabras de mucho odio, que su propia hermana no vendría el día de su vuelta.

Mi abuela suspiró con un “Ay, cariño, tú siempre tan demandante…”. No quise averiguar más y me adelanté a abrir la puerta… pero sentí algo, algo que me llamaba hacia atrás.

Voltee.

Ellas estaban paradas, viéndome, y sonriendo.

Eran demonios.

Abel espantado

Salí corriendo, aterrado, gimiendo, queriendo volar alto. Pensaba en el viejo caballo, en Patricio. Recordé que en la televisión había vaqueros que cabalgaban todo tipo de caballos y escapaban con ellos. Yo quise hacer lo mismo, por eso fui lo más rápido que pude con el viejo animalito, pero… él… entre sus restos, solamente estaba su cabeza, ojos bien abiertos, y una lengua enorme; un charco de lo que creo que era sangre lo envolvía y su cuerpo era invisible o había dejado de existir.

Una música feísima me estaba volviendo loco, estaba punzando dentro de mi cabeza, y los cantos, que eran en verdad murmullos, eran los de mi abuela y Micaela. Corrí y corrí, aun cuando ya fuera de noche.

Pasos me perseguían… sabía que venían por mí.

No quise voltear otra vez, y seguí corriendo y corriendo.

Quise volar, flotar…

Hasta que mis pies se separaron de la tierra y lo logré.

Yo no sé si lo que pasó fue un sueño, un sueño feo, o la imaginación de la que tanto habla la enfermera Gertrudis, una señora que parece gallina y que me trata bien, pero no cree nada de lo que digo.

Pero yo sé que ustedes sí, y me da miedo, porque sigo pensando que todo fue una pesadilla, de esas que suelo tener. Los veo a ustedes y es como si vieran a una verdad hablando, una verdad de la cual no quiero saber.

Me hacen pensar cuando me veo en el espejo y en el reflejo soy otro.

Si piensan que yo hago o hice cosas como mi familia, están equivocados; que no me salgo de la cama por nada del mundo.

Yo nomás me la paso soñando con mi papi, diciéndome que tengo que irme lejos, más lejos; o a veces con mi mamá, molesta, arañándose su cuerpo; o con Micaela, que de vez en cuando junto con mi abuela cuelgan y queman cosas, o separando cabezas de animalitos inocentes… y yo ya no vuelo tanto, siento que unas manos me asfixian y prometen acabar con mi sufrimiento.

No sé quién es Aspabión. Supongo que hablan de mi tío… y no, de esas cosas yo no sé nada. Sí, mi hermana misma me dijo que era una persona mala. No me acercaría a él por nada.

Veo que no tienen respuestas, nomás preguntas… se parecen a mí, como yo era antes, que era y soy un niño, pero ahora me veo diferente, más crecidito, lo sé. Me da miedo todo. No quiero ni cerrar ni abrir los ojos; una voz tan espantosa me deja sin habla cada vez que lo hago, diciéndome cosas que no puedo decir, porque ya les dije que todavía soy un niño.

Ustedes… ¿ustedes saben dónde está mi papi?

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