Nos observan

Estuvimos toda la noche discutiendo lo sucedido, y cada pormenor me causó un estremecimiento que, sin dejar de mirar a la vela menguante y a mi interlocutor, vi que el mundo se volvía más oscuro e inhóspito ante mis ansiosos ojos.

Así fue, así lo vivimos, una noche escandalosa y llena de locura, perdiendo la fe que algún día todo mejorara, mientras cada hora se marchitaba en la locura que retrocedería nunca jamás.

La noche era fría, llena de pena, y el hálito de los mortales salía con un fresco olor a muerte. Mi familia y yo creímos que las cosas pasarían tranquilas, como cada temporada que veníamos acá, a la tierra de mis padres. Estábamos en la nada, por lo que nos ayudaba a tener un breve descanso de la rutina urbana y su insufrible ruido de cláxones y rampantes locomotoras.

Tomé la mano de mi querida, haciéndole creer que la amaba como en lo que la ley éramos, pero era mi amiga, y no podía decir más. Mis hijos estaban con Pepe, mi mejor amigo, mi confidente, mi… Y reían alegres con sus historias y periplos que él muy bien se inventaba. A cada vez que podía, lo miraba, y Pepe a mí, contándonos lo que entre líneas realmente estaba pasando.

Optando por una carreta grande, pasamos días hasta llegar a la casona e instalarnos con don Raúl, el cochero, y su esposa Hortensia; ambos viejos amigos, que alguna vez tuvieron una cuantiosa herencia, pero ahora vivían humildemente de su pensión y su móvil que tanto nos ayudaba a trasladarnos. En verdad no éramos ricos, sin embargo, viniendo de familias trabajadoras, tuvimos suerte que nuestros antepasados adquirieran ciertos terrenos en lugares apartados, un tanto extraños, empero maravillosos de su muy especial esplendor.

Transcurrieron periodos nocturnos donde pasé a la espera de un infiltrado que en mis sueños solamente pudieron saciar… Martha me miraba a ratos, y sabía que yo no andaba ahí, sino fuera, con el gozo de otras manos. Ella era tan linda, que quería decirle que se consiguiera un hombre bueno, que la quisiera como lo merece.  A veces me he llegado a preguntar por qué no podemos ser felices si somos diferentes, si somos naturales, de carne y hueso; que soñamos, que lloramos; que bien hombre, que bien mujer, que bien lo que sea…

Una noche apagué la lámpara y la besé tiernamente, haciéndole recordar que, a pesar de todo brío alterno, la amaba por lo que era y, si de mi fuera, le ayudara a que su vida cambiara a una más plácida, más plena. Pero, invadiendo mi territorio, ahí fue cuando lo vi por primera vez: era austero de ropas y me asustó su presencia, aunque calmé mis ánimos y como pude lo ahuyenté con ademanes silenciosos; aun así, se quedó observando al que creí el hombre que esperaba para otras hazañas, sopesando algo que no me parecía normal.

Martha dormía, o eso yo creía, y cuando quise levantarme… Aquel cuerpo humeante desapareció de mi vista y yo con un enigma en mi semblante. Volví a la cama, husmeando entre mis pensamientos algo que temía pensar.

A la mañana siguiente, ayudé a Hortensia a cortar los vegetales y preparar unas bebidas, mientras Martha tranquilizaba a los niños, Sara y Jorge; Pepe y don Raúl estaban afuera, consiguiendo leña para después. Desayunamos ligero, comimos bien, y cenamos algo pesado, para dormir igual… No sin antes quedarnos un tiempo en la sala, yo, Martha y Pepe. Él y ella siempre se la llevaron bien, a veces creo que mejor que conmigo, por eso me agradaba escucharlos, viendo cada movimiento de boca, cada sonrisa, las cejas bajar y subir, irse de un lado o al otro. El licor era bueno, supuestamente hecho de remolacha, aumentando nuestro placer en la conversación. Sin embargo, cuando la luz se convirtió en oscuridad, Pepe comenzó a hablar en tono muy serio, intrigante.

—Vi algo ayer y me asustó mucho. Él también lo vio.

—¿Qué viste, Pepe? Yo estaba muy dormida… —preguntó mi esposa, que no parecía muy interesada en el asunto.

—Lo vi, alguien, o algo, y cuando quise… Se fue —no dije nada, solo me quedé expectante—. ¿Acaso tú no? —me preguntó ahora a mí.

Me quedé pensando en la pregunta sin verlos a la cara. ¿Lo vi? Sí, recuerdo el miedo y la sorpresa, pensando en que la oscuridad me llamaba en una extraña voz maternal. Martha, mi esposa, estaba cenicienta, quizás viendo a la chimenea y su ardiente lengua de fuego. Pepe estaba ahí, mirándome con la misma intensidad que… Parpadee para solventar las ideas, sintiendo el delicioso calor que se acomodaba en la sala.

Asentí, bostecé y me quedé absorto también a aquella fogata entre piedras calizas.

Martha, creo, estaba un poco borracha, y yo me sentía nervioso. Alguien podría estar invadiendo la casa, sentía que nos observaba, por lo que tal vez se trataba de un personaje muy peligroso. Saqué la escopeta vieja, perteneciente de algún ancestro mío, y la traje a la alcoba, también dándole un espadón a Pepe, que ya tenía planes también para defenderse, por si acaso la cosa se ponía fea. Avisamos a don Raúl que tuviera cuidado, no sabíamos que si de lo que se trataba aquí era cosa de mortales o de algo del más allá. El viejo tonto rio simpáticamente y unas palmadas en la espalda me hicieron sentir niño otra vez. Lo odié por un momento. Fue reconfortante escuchar que mantendría la puerta cerrada de su cabaña y haría una corta vigilia con su señora, mientras hacían galletas para mañana.

Galletas. Mi infancia estuvo llena de esas.

Pepe y yo nos miramos por un momento, viéndonos como espejos, sonriéndonos. Escuchamos los pasos de los niños y mejor nos despedimos. Me tocaba esa noche ir a dormir a nuestros retoños, que ya no estaban tan pequeños. Cuando me vieron se quedaron serios; parecía que no veían a su padre a falta de luz de su cuarto.

—Soy yo —les alerté—, su padre.

Su actitud no cambió mucho, pero me siguieron a sus camas y les conté una historia inusual, viéndome con sus ojos muy abiertos como platos redonditos. Abrí la boca y, tales áspides sombríos, salió de mí una historia que me contó mi padre, y así el padre a mi padre, y el padre del padre de mi padre, y…

Érase una vez una señora muy bonita, que coleccionaba estatuillas tan bellas y blancas como ella, de marfil eran algunas, otras de resina fina, otras de una piedra extraña que no tenía nombre y que nomás su memoria sabía y en secreto reposaba. De día salía al bosque, y cuando volvía, traía consigo frutos y vegetales en costales que solo un hombre grande podría cargar sin problemas.

En su casita silvestre, ahí vivían esas estatuillas, muy vivas y pálidas, de colores pastel y algunas un poco descuidadas por el tiempo y la vejez. Podrían pensar que la señora vivía sola, pero no, las estatuillas le hacían compañía… eterna compañía. Cantaba con ellas, platicaba con ellas; cocinaba con ellas, comía con ellas; hacía sus enseras mirándolas de tanto en tanto, hasta que el cansancio volvía y era hora de tomar una siesta.

Ella dormía para despertar a otra mujer.

Esa otra persona era más oscura como la noche en que abría sus ojos; la luna parecía llamarla, convocarla para que despertara e hiciera acciones antitéticas que la otrora las consideraría horrendas y monstruosas. Los cantos ahora eran tenebrosos, dejando ecos macabros en cada rincón de la casita, que también sus espacios cambiaban junto con ella. Todo era diferente, hasta las estatuillas que… Las veía y reía, pero no era de gozo, sino de perversión y avaricia.

Salía de nuevo, ahora revestida de un carmesí apabullante, como un tétrico antropoide de sangre y maldad. Al bosque iba, sin embargo, no a la misma dirección; no, niños, ella se dirigía a otro lado… al pueblo que le quedara más cerca.

Cuando regresaba, con ella traía dos costales, a veces solo uno, arrastrándolos y dejándolos averiarse con las piedras y otros obstáculos del camino; cuando era difícil la tarea, algún costal se remolineaba, cuyas entrañas intentaban pelear contra el cáñamo que las aprisionaban, pero nunca, nunca se abría, nunca se rompía.

Al llegar a la casita, la señora, ahora malvada, cantaba de nuevo su música que confería los peores deseos, atrayendo a los más pérfidos espíritus nocturnos…

Lo que había adentro, unos niños, como ustedes, asustados, a punto de salírseles sus corazoncitos de sus pequeños pechos. Sabían lo que les esperaba, porque era ella quien los trajo a su maldita morada; la Baba Yagá le decían en un lugar muy lejano, aquí era La Rafangana, o Rafanganna, con doble ene, que en ella residía el más bello ser y el más horrible de las brujas; era una bruja buena, era una bruja mala; era la mañana, era la noche: el sol y la luna; era la briosa vida y a la vez reposaba la gélida muerte. Dos almas en una misma coraza.

Para los que llegaban a verla de día, bendecidos eran con su magia llena de amor, pero en cambio de noche…

¿Qué hacía con los niños? Oh, ellos ya no regresarían con sus familias, no, nunca jamás; ahora eran parte de una nueva, la de la Rafangana, que los despojaría de sus carnes y huesos con gritos del peor dolor, dejando solo lo suficiente para que no escaparan sus almas. Tras procedimientos diabólicos, sus pieles se volvían duras y brillantes, y sin importar su color de origen, por el alba eran blancas, y de noche…

Negras como las tinieblas.

Cuando terminé dejé a unos niños muertos de miedo, y cuando ya caminaba yo por el pasillo, recordé que había contado un relato inadecuado para ellos, de lo cual me sentí mal, pero lo dejé pasar. Por lo pronto no saldrían de su cuarto y su puerta se permanecería cerrada, sin dejar que entre nadie indeseable.

Ahí estuvo otra vez él, mirándome. Lo dejé ahí, que se acercara si es lo que le apetecía. No lo hizo. Yo de todos modos tenía la escopeta en mi mano, esperando. Martha estaba otra vez profundamente dormida; se veía muy bonita, como un angelito, pero yo tendría que hacer vigilia mientras ella soñaba quién sabe qué. Tal vez con un amante… Tal vez…

La cosa desapareció como lo hizo en la primera vez, dejándome en un impaciente insomnio pensando en Pepe, pensando en la historia que les conté a mis hijos, en Martha…

Nos quedaríamos un poco más de una semana, si podíamos aguantarlas hasta dos completas; sin embargo, ya en el quinto día me sentía muy cansado, enrarecido. La grima que hacía sentir a los otros me hacían verme mal, triste. Martha desde el tercer día comenzó a beber más, afición que antes no tenía, pero ahora ya le había encontrado el gusto al agasajo de la desinhibición etílica.

En la sala, ahora casi sin Martha, los dos platicamos lo acontecido.

—¿Lo has visto todas estas noches?, ¿verdad?  —me preguntó.

Asentí.

—Yo también. Me mira y no hace nada. No me atrevo a ir con él y… Ya sabes. No sé si, fuera lo que fuera, un hombre o monstruo daría un revés en el asunto y ahí sí… ¿No ha dicho nada don Raúl?

No les había contado que se había ido con su esposa, que se había sentido muy mal. Algo la envenenó, me dijo. Yo le di un poco de dinero, ya que no tenía mucho, y les deseé lo mejor. Él me miró raro, como si ya no quisiera volver con nosotros.

—Se fueron. Creo que no volverán.

Pepe se puso muy nervioso. Hacía frío, y por más leña que pusiéramos en la chimenea, ésta no hacía bien su trabajo. Había algo sobrenatural de por medio.

—No puede ser. Quería decirle que se trajera a un cura o a un chamán… O lo que sea del pueblo, hasta un brujo.

Escuché esa última palabra y le grité que se callara, que éramos dos hombres contra una cosa que, hasta ahorita, no nos había hecho nada.

—Estás muy raro, muy raro. Tus ojos se ven cansados y tu pensamiento se nubla. Parece que no entiendes el peligro. Ya te había dicho ayer que era momento de regresar, no estaba bien quedarse. Por los niños, por Martha.

Aunque tenía razón, pensé que por lo menos una noche podríamos estar juntos, yo y él… y esa noche la seguía esperando. Me molestaba que las horas pasaran lentas, como si algún dios perverso jugara con nuestros tiempos y los alargara para volvernos locos.

—Mañana tenemos que irnos, o yo me llevaré a tu familia conmigo, y tú te quedarás solo. Me duele decírtelo, sabes que yo te… Pero no, no puedo dejar que algo malo les pase. Ni a ti.

Le dije, entonces, que se quedara, que el porvenir no es tan oscuro como lo veía.

—No. Definitivamente te pasa algo y cuando volvamos iremos con el doctor. Ayúdame a llevar a tu esposa… —hubo una ligera pausa—, luego platicamos de esto. Ojalá mañana cambies de parecer.

Estaba molesto, una furia antigua emergió de mí y quise arrancarle todo lo vital a lo que me rodeaba. Le ayudé y cada quien fue a su alcoba, a conversar en sus demonios.

Desperté con un sobresalto que emergió de un grito desde el abismo hasta mi alcoba. Frío, frío espectral gestionaba enfermizo a mi alrededor. Algo horrible había pasado, mis tendones lo sentían. Me levanté, descuidando a la cama, sin ponerme pantuflas, avivando cada aspecto del cuarto como si fuera de mañana en mi memoria; podía verlo todo, cada cosa en su lugar, brilloso, precioso. Intacto.

Los retratos tenían otras caras, más vetustas que las que yo conocía; algunos no eran de mi sangre, sino de otros genes anónimos que quedaron en el olvido de la historia biológica de la humanidad. Frío, un frío austral… Una sensación inmanente hacia la dirección que provenía de mi cama, sumamente atrayente e imposible de eludir.

Miré.

Estaba ahí, Pepe. Los dos desnudos, él y Martha. Los observaba. Mi mejor amigo, mi familia, mi amante… Y la que supuestamente era mi mujer, y yo su supuesto hombre, con él. Los miré con odio.

Rencor.

Rencor… cor…

Las paredes adoptaron voces de antaño, desconocidas para mi memoria intelectual, sin embargo, lo más primitivo de mi ser, los genes, vibraban junto a ellas.

“Mátala. Mátala. Mátalos a todos”.

Mis manos eran otras, de una luminiscencia misteriosa y siniestra, con un poder que estaba a punto de explotar. “Es hora”, dijeron en un coro desentonado.

Es hora. Hora. Siempre fue hora.

Caminé lentamente, dejando huellas malsanas en el piso de madera. Toqué la barandilla y la miré por otro rato más. En verdad la amaba, pero, tenía que ponerle un fin a esta historia. Tenía que ser yo el que la terminara. Un acto honesto de amor… Y también hacia a mí mismo.

Como una serpiente repté por el colchón y sábanas, sin ser detectada por su presa. Llegué a ella y la estrangulé con furia ancestral, depositando enteramente mi odio y amor hacia Martha. No lo merecía, pero era la conclusión que quedaba. Mis dedos como espinas rompieron su piel; ella apenas cayó en cuenta que su vida se iba, y con mensajes ahogados intentó ahuyentar las sombras que eran yo…; ni Pepe, que ya se había percatado de lo que estaba sucediendo, pudo hacer nada, solo me decía que no, que parara, que esto no debería terminar así. No, no debería terminar así, pero era lo que quedaba. Era lo que quedaba.

Las voces gritaban de dolor y júbilo. Pepe sollozaba, impotente. El último aliento de Martha fue incierto, de una palabra que no pude identificar y con ella su espíritu fue expulsado de la carne, para ahora pertenecer a la colmena universal. Sus ojos muy abiertos, llenos de libélulas azafranadas; cuello desollado por mis uñas y sus patronales dedos.

Mi respiración era pesada y el ruido cayó como una carga amarga. Pepe dejó de llorar y se me acercó para tiernamente decirme al oído:

—Te amo.

La vela se había desfallecido. Pepe estaba triste, sin embargo, admitió su destino. Lo podía ver. Cuando le dije que yo la había envenenado, él aceptó su culpa en este acto vil y no le quedó más que amarme. Los niños llevaban días encerrados, tuve muchas ideas para ellos, pero él rechazó todas. Algún día lo convenceré, lo sé. Tarde o temprano.

Le dije que los niños son muy valiosos… para ciertas circunstancias. Pepe dijo que no quería saber más. Que en otro momento, otro en que entendiera lo tan cercanos que somos yo y él…

Aunque no quisiera, hemos nacido como almas gemelas, uno para el otro, desde el útero de nuestra madre, y ahora volvimos a donde pertenecemos, al lugar más primordial de todos los humanos vivientes y trascendidos: la casa de la familia, la que nos vio nacer, la que nos vio crecer, la cápsula de todas las emociones vividas, mientras ellos lo observan todo, hasta el más mínimo detalle, como peleas, comidas, fiestas, orgías…

Algunos son hechos con diferente madera, pero nosotros somos parte de esta…

De la colmena que a todos los de nuestro nombre nos espera.

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