Los dioses ocultos

Él era todo un tirano enterrado en el sótano de mi casa, volviéndose el nuevo rey del lugar. Yo, mirando a las tinieblas de mi cuarto, me anegaba en pensamientos oprobiosos al escucharlo, sin entender palabra alguna de las que decía. Pero sabía bien lo que quería.

Lo que quería era sangre y muerte.

Alguna vez yo leí un relato, más relajado, ameno, de alguien como yo, con un giro tan espantoso como el que he sobrellevado; un dios oculto dentro de una figurilla que compré como una baratija del mercado conurbado. El que me la vendió no tenía cara de vendedor. El día en que la conseguí no había sido el mejor. Pero sí de mucho calor. Mucho.

Por la mañana estaba silente, y por la noche se dejaba oír a donde yo fuera, sin respetar mis idas al baño. Trataba yo de ser lo más ruidoso posible y aun así él seguía canturreando sus palabras, ajenas a mi vocabulario. Pedía que me salvaran de este calvario esos santos en los que había dejado de creer, sin embargo, las noches y mis ojos pelados se mantenían en total vigilia, a costa de mi frágil cordura y mi odioso trabajo.

Un día regresé con Rebeca, ella acababa de salir de su menstruación y se le veía con mejores ganas de visitarme. Cuando llegamos a mi casa, que no era mía, sino de un tío que me la cedió hacía mucho tiempo, y ahora creo mía, ella se quedó parada en la puerta y yo quise meterla casi a la fuerza. Me empujó y me dijo, Pérate, pérate, que yo puedo entrar solita. Insolente. Nunca me había llamado así. Quise llorar, empero mis lágrimas se secaron al ver que en el reloj ya eran las 6, la hora cuando comenzaba el ruido del dictador de mis pesares.

Sangre. Sangre. Sangre.

Esas palabras fluían como sangre. ¿Será que Rebeca no sabía que seguía sangrando? Conforme pasaron los minutos, se ponía más intensa su presencia y yo ya no lo aguantaba. Ella encendió el aire acondicionado, porque hacía un calor infernal atípico, y yo me quedé en la mesa, agarrándome la cabeza, antes de que ésta se me saliera del cuello. ¿Estás bien?, me preguntó. Mejor que nunca, le respondí. La verdad es que estaba en un éxtasis impertinente. Soñaba con ríos carmesí y cuerpos cortados de muchas maneras; flotaban, todos sonrientes, mirando hacia el astro eclipsado. Estaban muertos, pero felices.

Un olor cruel a pantano llegó a nosotros; Rebeca se quejó y me dijo que si tenía problemas otra vez con el drenaje. Prometí en llamarle al plomero o a los de la comisión del agua para que lo arreglaran. Ella asintió, poniéndose a preparar un té. El olor del té de menta bajará la peste que tienes abajo, aparte refresca, me dijo.

Abajo. Sí, abajo. Ese tirano estaba abajo, debajo de la tierra, en un subterfugio divino que conflagraba en contra mía. Él quería a Rebeca y yo la quería de otro modo. De mis opciones solo quedaban dos: pelear contra eso que tenía fuerzas sobrehumanas u ofrecer a mi amiga para que al otro hiciera lo que se le antojara. Mi cabeza, mi cabeza…

Sin darme cuenta, ya habían pasado los minutos y ella no había dicho nada. Me sorprendí porque ahora veía a mi cuerpo sosteniéndose en una silla, mientras Rebeca se había quedado atónita al haberme separado de esa manera. Rebeca, no es lo que tú crees… Sigo vivo, pero, bueno, un poco suelto. Me entenderás. Ella no me entendió, obviamente. Gritar no pudo, porque después vio a un ratón sorber un poco de la sopa del día anterior y luego escupirla, diciendo que todavía le faltaba unos días más para que se pusiera buena.

Intenté tranquilizarla, Rebe estaba muy alterada y decía incoherencias. El tirano parecía reír de algo que no tenía gracia para mí. Lo peor es que las pinturas dieron reapertura a sus vivezas fantasmagóricas, teniendo conversaciones entre sí y criticando mi comida desabrida porque le faltaba epazote o picante, como también mis malos hábitos y lo tanto que veo películas eróticas por las noches. Me dio vergüenza que mi amiga lo escuchara, era natural.

Dime, dime que esto no es sueño, me lo pidió temblando.

No, lamento decirte que no lo es, le respondí con la cabeza entre mis brazos.

Más noche, cuando ella no decía nada y los dos veíamos la televisión, le conté que mi vida había cambiado desde que ese impostor se hiciera pasar por una baratija de suvenir y ahora residiera en mi casa como si fuera suya. Rebeca no hablaba, miraba la pantalla, esperando a que todo se pusiera en blanco y después despertar en su cama, odiándome. Seguí mi cuento, que no iba a mejorar ni por poco. Rebe, el horror empezó cuando éste aparecía en mis sueños reclamándome por mi clase social y porque no pertenecía directamente a los que le veneraban en un pasado sin memoria. Te dije que eran sueños, no obstante, realmente eran pesadillas. Todo me daba terror y aún así él me mantenía en el escabroso reino de mi subconsciencia, deformando lo que según mis estándares no se podía desfigurar más.

Pero una noche vino un cura con pistola y sotana y me dijo que era un diablo, de esos que nuestros antepasados alababan en altares de carnes mutiladas y cánticos extraños. Pensando en el intrigante Lovecraft, le dije que si lo que estaba viviendo aquí no era tan viejo como el sol y las estrellas. El cura se me quedó viendo raro, y para eso ya había cerrado su maleta que acaba de abrir. Fue un encuentro de poco regocijo, porque su presencia me caía bien, pero este fue tan corto como mis horas de dormir.

Después me traje a un chamán y éste se murió de una enfermedad extraña justo al día siguiente en que se echó a correr de mi casa. Esa fue la primera vez que alguien me vio incompleto y el chamán me gritó con miedo y desprecio ¡Pinche Youaltepuztli!, perdiéndose hacia abajo, corriendo como el adolescente que de seguro fue en el pasado.

Ya no quise traer a nadie más que hablara con los dioses, ni nuevos ni viejos, así que me resigné a que esto pasará y desaparecerá como un resfriado macabro, si es que estos existen en nuestros vademécums esotéricos. Y como decía, Rebeca se encontraba absorta, porque ella ya no era ella, y yo intentaba acomodarme la testa donde debía de estar. Cuando el engrane sonó con éxito, suspiré con gracia y me quedé viendo a mi amiga: estaba pálida como un espectro.

Le prometí que a la próxima la invitaría por la mañana, que eran mejores momentos y no olería tan feo. Ella prefirió el silencio con una palabra en pausa, entretanto me fui a llorar al baño porque a las 3 de la mañana el tirano se ponía triste; mientras me acordaba de que mi mamá había muerto y no pude ir a visitarla.

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