
—No sirve de nada que finjas no escucharme. Aquí estoy. Me ves y me oyes —por unos momentos guardó silencio—. Sabes bien que no me voy a ir… Que no nos vamos a alejar nunca de ti.
A través de la puerta de cristal del balcón, miró hacia adentro del departamento. Efectivamente, todos estaban ahí, en los respectivos espacios que habían reclamado como suyos. Volteó de nuevo a la silla que ocupaba su interlocutor.
—Desearía que no fuera así. Que me dejaran en paz. Sin embargo, entiendo que es la penitencia que tengo que pagar por mis pecados.
—¿Penitencia? —una amarga risa rompió su serio semblante, pero se esfumó en unos segundos. Después volvió a hablar con su mismo tono severo—. Deberías de reconsiderar tus palabras; somos una bendición en tu miserable vida. Tus únicos amigos. Sólo nosotros te entendemos. Nadie más.
—¿Acaso bendición es mirar sus desencajadas caras y no tener un respiro en ningún momento? —dio un último sorbo de cerveza y dejó la botella vacía sobre el barandal. Era una tarde fresca con nubes que prometían una fuerte lluvia.
—Eres afortunado, es una lástima que no te des cuenta. Todos los días puedes escuchar las dulces canciones que Elsa canta para ti; o como Román te cuenta las travesuras que solían hacer sus hijos.
Miró en dirección a la puerta del baño. Ahí estaba Román viendo la fotografía que cargaba en su cartera; frente a la pecera Elsa contemplaba maravillada a los diferentes peces que nadaban como si nada les importara.
—Tienes a Verónica y a Mario; a Esteban que cocina todos los días para ti; a Sandra y su amor por el gato del vecino. Y yo también estoy aquí, para siempre decirte la verdad de todo, para aconsejarte. ¿Qué harías sin mí… Sin nosotros? —nuevamente guardó silencio y estudió su reacción.
Llegó la acostumbrada incomodidad. Y la evasión.
Entró a la sala. Sabía que cada uno de ellos se le acercaría para hacer y decir lo suyo. Como pudo trató de no ponerles atención, fingir que no los escuchaba: la canción, las preguntas y peticiones, el llanto. Sin embargo, había algo que nunca podía ignorar por más que quisiera; no importaba si desviaba la mirada, si cubría sus ojos con la mano o si los cerraba por unos segundos. Siempre, aunque fuera por fugaces instantes, veía las marcas que cada uno llevaba. Esos terribles hematomas que le mostraban lo que realmente habitaba en su interior.
Estigmas que envolvían los cuellos con la forma de sus dedos.
Llegó a su habitación con la respiración entrecortada. Cada vez era peor; el dolor, el miedo, el remordimiento, la tristeza… Pero también la ira.
Se recostó en su cama y pronto se quedó dormido, tratando de alejarse del tormento sólo para caer en otro; sueños terribles.
Despertó en la madrugada, sudando y sintiéndose vacío. Inmediatamente, la ansiedad comenzó a apoderarse de él, tenía que quitarse ese nefasto sentir. Y lo único que podría llenar ese hueco en su alma era la violencia, el observar, a escasos centímetros, como la chispa de la vida se iba apagando en unos ojos saltones enmarcados por un retorcido rostro.
Se puso los zapatos y tomó su gabardina. Antes de salir del cuarto inspiró profundamente. Salió con los puños prietos. Afuera lo esperaban todos, sabían lo que pasaría. Esta vez no le importó ver el testimonio de su rabia; en ese momento ellos no significaban nada, sólo una molestia pasajera. Junto a la puerta lo esperaba Hugo, sonriéndole.
—Buena caza —le palmeó la espalda para infundirle ánimo—. Ve y diviértete. Gustosos esperaremos a nuestro nuevo hermano.
Camina por la solitaria calle hasta la estación del metro más cercana. A esas horas el lugar está desierto. Espera pacientemente el tren y al llegar lo aborda. Seis estaciones más adelante decide bajarse. Así lo hará una y otra vez hasta que encuentre a alguien. La suerte le sonríe; un hombre baja por las escaleras. Se miran. Al recién llegado parece no parece importarle, sólo es una persona más que va muy tarde a su casa…
Salió del metro. Se detuvo un momento bajo una de las lámparas de acceso y de un bolsillo de su gabardina sacó una identificación: el hombre que llegara a la estación aparece retratado ahí. De otro bolsillo extrajo una bolsa de plástico que contiene otras identificaciones más. Colocó dentro su nueva adquisición y volvió a guardar la bolsa.
Comenzó el regreso a su departamento. Sabía que al llegar encontraría a un nuevo cohabitante, uno que se sumaría a todas aquellas acusatorias miradas, a todos esos lamentos representados con fingidas cortesías e intentos de amenas conversaciones.
Con cada paso que daba, la culpa se apoderaba cada vez más de él.
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Los demonios que todos llevamos dentro a veces se despiertan y se hacen incontrolables. Estupendo relato.
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Así es, todos cargamos con fantasmas del pasado. Gracias por leer y comentar. Qué bueno que te gustó. Un saludo.
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Reblogueó esto en Algún lugar en la imaginacióny comentado:
Por las circunstancias que sean, todos tenemos fantasmas que nos acosan y nos muestran nuestros lados oscuros.
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