Dulce travesía

Llevaba muchos días caminando por el desierto; se hallaba exhausto, su rostro inflamado por las quemaduras causadas por el sol, las plantas de sus pies ampolladas y sangrantes. Creyó que su búsqueda resultaría sencilla, sin embargo, su físico le fallaba y su espíritu también comenzaba a hacerlo.

Las dudas se extendían en su cabeza, en su alma. ¿Qué sentido tenía si, como todos le habían dicho, era un acto de necios? ¿Qué sentido tenía si moriría de una manera horrible sin encontrar la verdad?

A lo lejos, el barritar de un elefante lo trajo de vuelta de su ensimismamiento; después, otro más hizo sonar su trompa comunicando un melancólico mensaje a las estrellas que apenas asomaban en la naranja bóveda celeste. Su mirada se dirigió hacia el lugar de donde provenía el sonido: nueve paquidermos caminaban en línea, dejando a su paso huellas que contenían la sabiduría y el dolor de un mundo que hedía a muerte y putrefacción; en su mente la memoria del oasis al cual habían acudido a refrescarse por generaciones y del que ahora sólo quedaba un simple charco de lodo.

Al contemplarlos desfilar frente a él, sintió miedo. Sabía que esos animales lo conducirían a su salvación, pero por alguna razón le aterraba siquiera pensarlo. Quizá, simplemente, sería mejor ignorarlos, continuando su solitario andar, como siempre lo había hecho.

El último de los elefantes se detuvo, mirándolo de manera tan profunda cargada de juicio. En aquellos instantes —o la eternidad misma— no existió nada más; de pronto, el animal retomó su marcha, dejándolo sumido en una profunda miseria.

Entendió que por última vez intentarían guiarlo hacia el tan anhelado oasis.

Con gran esfuerzo consiguió ponerse nuevamente en movimiento. Sus débiles piernas apenas lo podían sostener. mantener el ritmo de la marcha de los animales, quedó muy detrás. Se tumbó en la arena abatido. No volvería a erguirse. Estaba condenado.

Ahí tendido, los observó alejarse, perderse de vista en el horizonte. Súbitamente, el cielo tronó. El desierto se oscureció debido a un muro de polvo el cual se desplazaba en su dirección con una velocidad increíble. En cuestión de segundos la tormenta estaba sobre él; no podía respirar y los granos de arena laceraban su carne. El demonio del desierto desataba su furia contra su ser. Piel, carne, músculos y tendones fueron desgarrados hasta dejar solamente sus huesos; los globos oculares en medio de blancuzcas cuencas, su lengua detrás de una burlona sonrisa perenne.

Entre el rugir del viento percibió voces llamándolo a gritos; voces llenas de odio. Sin poder soportarlo más, le imploró a la tormenta detenerse. Su súplica contenía tanto dolor que la ira del demonio, cesó…

El sol se encontraba nuevamente es su cenit y su cuerpo estaba completo. Frente a él una mujer, tan hermosa como ninguna otra que hubiera pisado este mundo, vestida con una túnica blanca y un resplandeciente turbante dorado, lo observaba con ojos en cuyo interior se reflejaba el brillo de constelaciones enteras.

—¿Quién eres? —preguntó aturdido desde donde yacía.

—Soy tu madre; el útero del mundo; la que amamanta a Dios; la reina sin trono que gobierna sobre cada partícula; el vínculo entre la vida y el vacío… Soy luz.

Al pronunciar aquellas palabras, el desierto desapareció, cambiando a un blanco absoluto.

Asustado miró de un lado a otro. No existía arriba o abajo, ni profundidad. Se hallaba en la Nada.

—¿Adónde me has traído? ¿Qué es este lugar?

—Es tu hogar, donde reside tu verdad y el sentido de tu existencia.

—No. Yo no existo aquí. Mi casa se encuentra del otro lado del desierto… En el oasis.

La mujer se fusionaba con el blanco que comprendía el espacio en el cual se encontraban. Claramente visible un instante, apenas distinguible al otro.

—Soy el final de tu travesía. Sabes muy bien que no hay un más allá después de mí. Sabes muy bien cuánto te he estado esperando —su voz era sumamente cautivadora y le confería aún más misticismo a su ser.

Sintió una imperante necesidad de abrazarla, acomodarse en su regazo para aliviar todas sus penas. No obstante, resistió.

—Mientes otra vez. No sé nada de ti, no te conozco.

—¿Cómo puedes haberme olvidado si te acompaño desde hace mucho tiempo? Yo abrí tu mente, tu alma. Conmigo has conocido un placer sin igual. Soy parte de tu sangre, de tu carne.

Un frío sepulcral le recorrió la espalda. Como si la muerte deslizara un helado dedo por su espina dorsal.

—Soy Hero…

El lugar estalló en un billón de esquirlas dando vida a un nuevo firmamento compuesto de líquido marrón, contenido en un angosto y alargado tubo de plástico…

Se encontraba desnudo tendido en un piso de linóleo manchado y viejo, rodeado de paredes resquebrajadas. A su lado, una cuchara y un encendedor; en su mano derecha sostenía flácidamente una jeringa.

Jamás volvió a levantarse. Su cuerpo quedó olvidado por quienes alguna vez lo conocieron, esperando a ser reclamado por las hambrientas ratas que lo guiarían a través de los sinuosos túneles del inframundo.

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