Un triste relato desde el cadalso

Por días he contemplado a la gente ir y venir por la plaza. Cuando se pasean junto a mí escucho sus conversaciones y los observo, incautos, mientras actúan como si yo no existiera. Ayer, un vagabundo defecó frente a mis ojos y la noche anterior un ebrio y una prostituta follaron debajo de donde me encuentro, en pleno suelo.

Recuerdo que cuando recién llegué a este lugar, todo el mundo me miraba asustado —ahora cubren sus narices con un gesto de repulsión en sus caras—. Una vez, incluso, trajeron arrastrando ante mí a un niño para darle una lección; el pobre chiquillo huyó despavorido. Durante algún tiempo fui el tema principal de las conversaciones, el originador del cotilleo. Sin embargo, ahora me ignoran, me convertí en una simple incidencia en sus aburridas vidas; una como tantas otras.

En este momento, a los únicos a quienes les concierne mi presencia en este lugar es a los perros callejeros, a las ratas y a los cuervos. Son mis compañeros. Pero no se engañen, su interés proviene desde el egoísmo. Desde la necesidad. Porque esperan obtener un poco de mi ser. Y lo consiguen, aunque unos con mayor éxito que otros.

Las primeras en visitarme son las ratas; astutas, aparecen cuando la plaza se vacía. Los perros arriban poco tiempo después, imponiéndose con sus ladridos, ahuyentando a las malolientes oportunistas. No obstante, los cuervos siempre se llevan la mejor parte; porque no les importan las amenazas de los otros, ellos no se intimidan con facilidad, y sólo se marchan hasta que obtienen su botín —o que alguien los apedrea—. Pequeños taimados.

Si no fuera por su macabra compañía, me habría vuelto loco de tristeza. Porque la monotonía del viento meciéndome de un lado a otro, es insoportable.

Sentirlos sobre mi piel me hace saber que aún valgo algo: sus dientes y sus picos trozando mi carne como si del más grande de los tesoros se tratara. Pero pronto no obtendrán más de mí y, nuevamente, me quedaré solo.

Al aproximarse el amanecer la gente aparece y ni así me abandonan los emplumados ladronzuelos.

Hoy, al parecer, será un día diferente. A lo lejos, diviso a dos hombres caminar en mi dirección. Uno empuja una carretilla y el otro carga una escalera, sus rostros muestran disgusto. Imagino sus intenciones, no obstante, no me será posible presenciarlo porque, justo cuando llegan, el último de los cuervos, arranca mi ojo derecho —mi ojo restante— y se va volando.

Escuchó cuando levantan la escalera. Uno de ellos sube y comienza a cortar la soga —siento su respiración muy cerca—. Caigo. Me toman por los brazos y las piernas y me arrojan a la carretilla.

La rueda rechina y los restos de mi cuerpo son sacudidos mientras me llevan a través de las empedradas y angostas calles. No sé a dónde iré a parar, pero tengo la certeza de que al final, será un lugar tan desagradable…

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