¿Por qué todo tiene que terminar en una noche?

Tenía veinte días para redimirme… Y ahora sólo me queda esta noche.

Penélope desconocía mi destino, ella nomás me había visto apesadumbrado comiendo mis huevos con tocineta, bebiendo de aquel café barato tan odiado por ambos. Sabía que me quería preguntar algo, el qué pasaba, o si ya era tiempo de decidir lo que hace tiempo ya rondaba por nuestras mentes: el divorcio. No quise ajetrear más aquellas turbulentas ideas, y solo viví en automático leyendo los periódicos viejos que le robaba al vecino.

El silencio era mi mejor aliado cuando ella no estaba y se convertía en mi peor enemigo cuando me juzgaba con su mirada.

Veinte días y no había hecho nada. Me enclaustraba en mi pequeña oficina, meditando cosas sin sentido. El sol todavía estaba bien arriba en el cielo, cantando quién sabe qué canciones acerca de despertar y vivir con positividad y alegría. Mi vida no era la de un hombre boyante, y esta se trataba de mi última morada en este mundo de desgraciados.

Sentía nervios, pero mis manos no temblaban. Era un gozo extraño el que sentía, muy prometedor. Dejar de existir. El poco calor que emanaba de aquella aurora me venía como si nada. Con próspero desparpajo acomodé libros y documentos, ya que no había necesidad de detenerse en el porvenir y su enigmática ordenanza. Porque no lo había.

Esa noche, nada más. Penélope me parecía sensual, con mejor figura. Algo me atraía con mayor medida. ¿Sería la exquisita sensación del final de una historia? Pérdida, conclusión, inexistencia… Tánatos. Al terminar el desayuno, me miró por un momento y luego se fue. Otra vez, sin respuesta. Frotaba mi anillo de matrimonio y lo observaba con amor. Realmente lo miraba como si fuera aquella primera vez cuando lo conseguí en la casa de empeño con mi hermano, como el suyo. Le dije que lo compré en la joyería de un amigo. Que yo recuerde no tengo amigos que emprendan algún negocio; todos a quien conocía vivían en una depresión silente con un cheque en mano de tres o cuatro dígitos; moscas, tristes moscas deambulando por el plano terrestre, aguardando a que otro de esos cadáveres vivientes cayera el suelo para no volverse a levantar. Sólo pocos tenían el gozo de entretener la angustia con finos quesos y buenos vinos. Cariacontecido por la epifanía quise purgarlo todo con el botón del ¡ya basta!, sin embargo, volví al mundo y estaba mi plato sucio y vacío y un periódico manchado de café.

Una noche más. Hasta me parecía pesado. Catorce o trece horas, una docena y cacho equivalentes a toneladas de ansiedad. Salí de la cocina para contarle todo, lo debía de hacer. Ya era hora. No obstante, ella ya se había retirado. Dejó una nota en la cama que no leí.

Sentado dejé pasar los minutos en un tenebroso abismo temporal. Los glúteos me dolían. ¿Qué había hecho? Nada. Solamente me quedaba lo que las tinieblas de la expiración del día podían aportar. Un remate insulso. Ella no llegaría a tiempo y yo me continuaría viendo a las estrellas cuando todo acabase. Como debía de ser.

O no.

O sí.

Yo qué sabía, si el sortilegio era matarla a ella para que yo viviera. Aquel sueño se volvió una pesadilla; y la pesadilla en un execrable hecho real. Mi cuerpo era una pantomima de un relato de deprimente terror.

Monjes de sotanas largas y oscuras se juntaban alrededor de mí, con cada periodo acumulándose más. Su cántico era fuerte, pesado, profundo. Tomé un cigarro roto mientras me ponía a contar los astros, entendiéndome en sus misterios, perdiéndome en lo inconmensurable del universo que prefiguraban los simpáticos astrofísicos.

Juré ver algunas cosas bonitas en el plano celeste, pero bien pudieron ser necedades de alguien que pronto dejaría de existir.

Olía a sangre, a moho. A otra época.

Cerré los ojos y ella estaba ahí, con su vestido de novia, abrazando a mi madre. Qué daría por enmendar todos nuestros errores, o que yo especialmente cometí. Daría todo. Nadie nos previno de estas rutinas y sus embates en el libre mercado. Pero ella, Penélope, me miró, no como en la mañana, sino con el dulce cariño que se tiene cuando alguien se va a casar.

El sortilegio, la muerte. Preferí acabar mi historia con un cigarro y un recuerdo embustero. Qué casualidad, justo había leído del caso serial en que varios conyugues asesinaban a su pareja durante el mes de agosto. Este preciso mes. Por lo menos Penélope tendría otra oportunidad.

Mi madre ya no era la mía, pero el abrazo era igual y Penélope muy feliz.

Se descontaron los pocos minutos, quemando mis dedos con las brasas de mi boca, y el sueño acabó con una agridulce sonrisa de aquel último instante…

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