
I
La batalla estaba perdida, el ejército de Su Real Majestad Ruodolf XXIII sería vencido y así conquistado su reino por los hombres del Ocaso, esos salvajes que usaban magia negra y que adoraban a las estrellas como si de dioses se trataran. No había nada que hacer, los pocos soldados que aún resistían pronto verían su moral agotada y entonces los bárbaros aniquilarían hasta el último de ellos; después acabarían con los generales y hasta el mismo rey, y se adentrarían en el país sembrando terror entre las buenas gentes.
Ese era el pensamiento que dominaba a cada uno de los que combatían y veían a sus compañeros caer mientras trataban de detener al enemigo; de todos excepto Gent Aermann, el más joven de los tres generales de Su Majestad. Él había crecido en las Montañas Carmesí, donde las costumbres eran diferentes a las del resto de los pobladores del reino; ahí se criaban a grandes guerreros, los más valerosos, y también se conocían artes arcanas que podían rivalizar con las sombrías hechicerías del enemigo.
Con esto en la mente Aermann espoleó a su montura y, ante la mirada atónita de sus pares, se alejó del campo de batalla. Qué más daba si pensaban que era un cobarde, al final se darían cuenta de que gracias a su heterodoxa intervención ganarían esta guerra.
Unos momentos más tarde ya se encontraba en el campamento. Los sirvientes y seguidores se apartaron de su paso sabiendo que si no lo hacían quedarían bajo las patas del animal. Se detuvo frente a la tienda del rey, desmontó y, tras informarle a los guardias a lo que iba, entró.
—Majestad —hincó una rodilla en tierra—, pido su permiso para hacer uso del poder de mi gente, de su leal gente del Sur, para recurrir a los ancestrales conocimientos de nuestros sabios y ponerlos a su servicio —dirigió la mirada al suelo y continuó con una voz grave—. De lo contrario, estaremos perdidos.
—Póngase de pie general. Ha abandonado la batalla y ahora se presenta con insolencia ante mí pidiéndome que le permita invocar fuerzas que no comprendo. Creo que sería de más utilidad allá, muriendo por mi reino, que aquí en donde su palabrería no sirve de nada.
—Pero, Maj…
—Sé cómo es la situación en el frente, y entiendo que no queda mucho tiempo antes de que mi cabeza termine clavada en una lanza y sea usada como estandarte de la destrucción que se avecina —agarró la copa que estaba en la mesa junto a su silla y bebió. Fue un trago largo—. El legado de mis antepasados arderá y será profanado. La dinastía Roldann quedará extinta. Pero ¿acaso está en mí recurrir a fuerzas externas para hacerme con la victoria, asegurando así mi vida y la de mi linaje?
Gent Aermann guardó silencio por varios instantes. La vida de su Señor dependía de que pudiera convencerlo. Esta vez sí se incorporó y apretando los puños, iba a comenzar a hablar, pero el rey se le adelantó.
—Nada de lo que me diga podrá convencerme de que acepte su propuesta, sin embargo, no lo voy a detener. Si usted cree que con eso se salvará mi reino de caer, adelante. Si con eso cree que su familia y su gente en las montañas no sufrirán una terrible muerte, adelante. Hágalo.
Gent lo miró confundido. No entendía. Le estaba dando su venia, pero… sin dársela.
—No tema ningún acto de represalia de mi parte —asintió y volvió a beber de su copa. Esta vez vaciándola—. Pero dese prisa, Aermann, que el enemigo no esperará.
—Majestad —dijo cuadrándose y con una ligera sonrisa en el rostro.
El general salió a toda prisa de la tienda real y se dirigió a la suya. En su mente recordaba la leyenda que le habían contado cientos de veces cuando era un niño, la de aquel Campeón que llegara de las profundidades de las montañas para salvar a su gente en incontables ocasiones a lo largo de los siglos. Esta vez él sería testigo de la victoria del héroe.
Cuando entró a la tienda sus ojos tardaron en adaptarse a la oscuridad interior, a diferencia de la de rey que estaba alumbrada por varios candelabros, la suya estaba en penumbras.
—Sigurr…
Al fondo se encendió un diminuto fuego en el extremo de una delgada vara, el rostro arrugado de un hombre apareció entre las sombras, la luz se desplazó hacia la izquierda, dejando nuevamente oculta la cara del anciano, y se posó sobre el pabilo de un cirio hecho con cera roja. El interior de la tienda se iluminó con una trémula llama.
—Sigurr, es momento de traer al Campeón de vuelta, no hay tiempo que perder…
—A los tiempos de los Antiguos no hay porque apresurarlos, ellos saben, mejor que tú, mejor que yo, y que cualquier otro mortal, cuándo es el momento adecuado —la voz del anciano era casi un susurro, un susurro penetrante y tajante—. Afortunadamente, desde hace días he estado en comunión con Ellos y me han comunicado que el tiempo es el adecuado y están dispuestos a brindarnos su ayuda. El Campeón volverá a caminar por entre los hombres y será portador del castigo y la justicia.
—Gracias, gran sabio. Durkkientel se salvará gracias a ti.
—Deja tus palabras vacías a un lado, Gent Aermann. El destino de este reino y de su gente no es importante para Ellos; en los milenios, incontables reinos se han alzado sólo para perderse entre el polvo y ser olvidados, miles de millones de almas han desfilado hasta las puertas del Norrlom en busca de la eternidad; no obstante, para Ellos es algo insignificante.
El general quedó mudo ante lo que acababa de escuchar, pero entendió que era algo más allá de su simple mortalidad.
El anciano continuó:
—Ahora, desenvaina tu espada y acércate, debo comenzar con el ritual.
Gent Aermann se aproximó al cirio y depositó su arma frente al sabio. Éste tomó un cuchillo de hoja ondulada y cortó al general en la muñeca derecha, la sangre manó dentro de un cuenco en el piso. Sigurr comenzó a entonar un cántico hipnótico y tras varios minutos esparció un polvo sobre la llama; un espeso y dulzón humo llenó todo el interior del lugar. Tomó su mano y la puso sobre la vasija, inclinó el cirio y dejó caer varias gotas de la roja cera sobre la cortada y otras en el interior del recipiente. De un costado agarró un vial y mezcló su contenido con el del cuenco.
—Bebe —dijo acercándole el contenedor.
Así lo hizo el general y acto seguido, de uno de sus bolsillos, Sigurr sacó una gema que en su interior parecía contener fuego; después tomó la espada y frotó la piedra sobre la hoja. Al hacer contacto, el acero se puso al rojo vivo. El anciano continuó el hipnótico canto y cuando llegó al punto más álgido atravesó el corazón del militar con su propia espada…
II
El resplandor en el hocico de la constelación del Dragón fue el vaticinio que los había llevado a la guerra con los durkki, un presagio que había prometido la victoria sobre sus enemigos y que hasta ahora se cumplía. La Eternia acudió a la emperatriz Yirial y a su consorte con sus lecturas astrales y las interpretó para ellos, dándoles indicaciones exactas de cómo deberían de proceder. La figura más venerada y respetada entre los Thulur era ella, la Sacerdotisa de las Estrellas, y si decía que el Dragón, padre de la guerra, los conminaba a ir a combatir, eso es lo que tenían que hacer.
El ruido de la batalla apenas le llegaba en lo alto de la colina en donde se encontraba, sin embargo, no le importaba en lo más mínimo; no podía apartar sus ojos de los astros, ni despegar su conciencia del vínculo con el cosmos, porque si lo hacía podría errar en sus predicciones y guiar a las tropas hacia un sendero adverso.
Todo cuanto decía era transcrito en un rollo de pergamino por el sacerdote escriba; cada detalle quedaría registrado para la eternidad.
—El Dragón bate las alas, mueve la garra izquierda.
Asimismo, las predicciones eran interpretadas para el portaestandarte que las comunicaba con toques de cuerno al jefe de guerra, y éste dirigía a sus guerreros de acuerdo con ellas.
—Carga con lanzas y flanqueo con los perros —dijo uno de los sacerdotes eruditos mientras consultaba el Gran Libro.
El portaestandarte llevó el cuerno a sus labios y lo hizo sonar tres veces; dos notas largas y una muy corta.
Abajo, en el campo de batalla, las órdenes fueron transmitidas y los lanceros formaron una línea y cargaron con sus lanzas en ristre; en el mismo instante, las unidades de mastines fueron llevados a los flancos por sus manejadores y soltados justo en el momento en el que los lanceros chocaban con la caballería.
El caos reinó entre los montados, por el frente trataban de evadir a los lanceros y por los costados eran embestidos por los enormes y musculosos perros. Caballos y jinetes caían como moscas, los mastines, con sus poderosas mandíbulas, eran responsables de la mayoría de las muertes.
Las unidades de a pie libraban su propia batalla desde hacía ya tiempo, y pronto fue evidente la superioridad de los sanyos, los guerreros Thulur; el celo con el que luchaban sólo era incrementado por la bendición del Dragón. Superar en combate a los caballeros durkki no era cosa sencilla, no por nada eran los más temidos, pero cuando un sanyo era arengado por la Eternia, ni la misma muerte podía detenerlos.
El grupo de la colina miraba el desarrollo de los acontecimientos con un orgullo indescriptible; era cuestión de tiempo para que se alzaran con una victoria total. La Eternia seguía concentrada en la bóveda celeste y aunque hasta ese momento nada había cambiado, eso no permanecería así por mucho tiempo.
Su corazón pareció detenerse por unos instantes cuando, a través de su ojo cósmico, observó a una estrella errante de color escarlata cruzar justo entre los luceros que formaban el cuello del Dragón, la luminosidad de su cola dejando tras de sí una estela como si de un sangrante tajo se tratara.
El ojo cósmico cayó de sus manos, resquebrajándose uno de sus cristales al impactar contra el suelo. La mujer estaba pálida y temblorosa, lo que acababa de ver sólo podía interpretarse de una manera: un vengador durkki llegaría para arrebatarles la victoria, alguien capaz de hacer frente al mismísimo Dragón.
—Eternia, ¿está usted bien? —preguntó preocupado el escriba al notar lo que sucedía.
La sacerdotisa los miró uno a uno, sus manos trémulas. Por primera vez ponía atención al caótico ruido de la batalla: los gritos de júbilo de los sanyos, los gruñidos de los perros, los bufidos de los caballos, los gemidos de los moribundos; el chirriar del acero.
—Dejen eso y síganme —dijo con tono imperioso y comenzó a descender de la colina.
—Pero… Señora. Las predicciones… El jefe de guerra necesita las predicciones —intervino el erudito que consultaba el Gran Libro.
—He dicho que vengan conmigo. Nada de lo que aquí hacemos importa más, y si no actuamos con celeridad todo estará perdido —continuó descendiendo.
Guardaron silencio y la siguieron con premura, el único que siguió en su sitio fue el portaestandarte, que los observó alejarse presintiendo que algo muy grave estaba a punto de suceder.
Una vez llegaron abajo la Eternia se dirigió al capitán de su guardia.
—Necesitamos sus caballos.
—Señora, el carro está listo para llevarla adondequiera que lo necesite.
—Dije los caballos, capitán. Rápido.
Las monturas les fueron proporcionadas con presteza, y sin perder tiempo se lanzaron al galope con dirección Noreste. Conforme avanzaban, los otros sacerdotes se dieron cuenta de hacia a donde se dirigían, y tras casi una hora de marcha llegaron al lugar más sagrado para los Thulur: el templo que se erguía en el centro del cráter que había dejado una estrella errante al impactar con la superficie del mundo.
Todos quedaron sorprendidos, ya que el santuario solía estar desolado la mayor parte del tiempo y sólo se viajaba a él en peregrinaciones o en ocasiones extraordinarias; esta era una de esas ocasiones, una que jamás, en toda la historia del imperio, habían afrontado.
Ni bien hubieron desmontado cuando el Guardián salió a recibirlos a las puertas. Se hincó frente a la Eternia.
—Eternia, bienvenida sea usted a la Casa de los Astros.
—De pie, Guardián, guíanos a la escalera.
Sin decir más, el hombre se incorporó e ingresó al recinto seguido de los sacerdotes.
El interior era vasto con pasajes que se abrían en todas direcciones y una cúpula tan alta como 40 hombres uno encima del otro. No había antorcha alguna que iluminara el laberíntico lugar, no obstante, luz emanaba de unas rocas cristalinas que estaban esparcidas aleatoriamente por el abovedado techo. Era como contemplar el cielo nocturno.
Pasarón a través de habitaciones que albergaban pergaminos de mapas estelares y cartas astrales, otros que guardaban artefactos y unos más que contenían el registro de toda la historia de los Thulur. Al final llegaron a una puerta de piedra lisa, sin marca alguna.
—Hemos llegado. La Puerta de la Eternidad.
El guardián se apartó y la mujer colocó su mano sobre la superficie. Después de unos momentos la puerta se abrió por la mitad dejando al descubierto una escalera que descendía. Sólo la Sacerdotisa de las Estrellas tenía el poder para abrir la Puerta de la Eternidad, sin embargo, en toda su vida esta encarnación de la Eternia jamás había tenido que hacerlo. Abajo, en los cimientos, se encontraba un trozo de la estrella errante y ahí es a donde irían.
La mujer dio los primeros pasos en los escalones hacia la oscuridad y cuando vio que ninguno de los otros sacerdotes la seguía, se detuvo y, sin voltear, habló:
—¿Qué esperan? Este es nuestro verdadero deber, somos la voz del cosmos en el mundo —continuó bajando y tras tomar valor, hicieron lo mismo.
El túnel y la escalera estaban tallados burdamente en la piedra, no había ninguna fuente de iluminación y en cuanto cruzaron el umbral, fueron asaltados por una opresiva y ominosa atmósfera.
La Eternia se movía con seguridad, parecía no afectarle la falta de luz ni lo que encontrarían cuando llegaran al fondo.
Descendieron por varios minutos hasta percibir un verdoso fulgor. Las sombras que se generaban a partir de él daban un aspecto fantasmagórico a sus siluetas. Esto llenó aún más sus corazones de angustia, no obstante, continuaron. No podía ser de otra forma.
Lo que presenciaron al llegar los sorprendió de sobremanera: en una pequeña cueva se encontraba un pedestal y sobre éste descansaba un pedazo de roca del tamaño de una cabeza, que pulsaba y emitía la luz verde, en su centro una ondulante mancha negra. Sólo unos instantes duró el pasmo de la Eternia.
—Todos saben lo que deben de hacer —se despojó de sus ropajes hasta quedar completamente desnuda. Los demás la imitaron.
Conforme se iban desnudando, se fue revelando un tatuaje que abarcaba la mayor parte de sus cuerpos; era como si cada uno de ellos tuviera representada una constelación en sus pieles, o segmentos de la misma.
El pulso y el fulgor de la roca se hicieron más intensos, los círculos que representaban planetas en el diseño se iluminaron con diferentes tonalidades. De la representación de un sol en el pecho de la sacerdotisa emergió un rayo que se dirigió hacia la roca, hacia el negro centro.
Entonces, una voz se escuchó de todos lados y de ninguno; una voz demencial, de fuera de ese mundo:
—Nosotros… Emperadores del infinito… Hijos del Gran Caos… Preguntamos… ¿Por qué nos convocan?
De los ojos de la Eternia brotaron lágrimas. Estaba escuchando a los entes más antiguos del universo.
—Nuestra raza peligra, necesitamos su ayuda, oh, grandes señores. Les rogamos para que nos libren de lo que será nuestro exterminio. Les imploramos…
—Mmmmm… Ustedes… Si desaparecieran del tejido cósmico… Nada cambiaría… Nada… Trillones de insignificancias… Nacen y mueren… Es sólo polvo que regresa al origen…
La voz no dijo más y el rayo se extinguió. Todo estaba perdido, el vengador de los dunkkir se bañaría con la sangre de su raza y nada podría impedirlo.
—Será mejor que regresemos, aquí no somos de utilidad. Morir con los nuestros es lo justo. En ese momento el fulgor volvió a tomar intensidad.
—Hijos de Zarmath… Los últimos… Nuestra ayuda tendrán… El enemigo de los pequeños… zelphos… Sucumbirá…
La acuosa mancha negra generó una energía que llenó el lugar y de su centro comenzó a emerger una criatura…
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