
Leston había llegado desde antes. No parecía estar de buen humor.
Gustav estaba molesto al ver que su émulo parecía tener más autoridad en la seguridad de Beren, e hizo a un lado a unos de sus soldados, y luego pidió que le informaran de lo sucedido.
—Gustav, al parecer no será necesario pagarle el resto a ese… que contratamos.
“Contraté, dirás. Yo nomás te pedí prestado. Maldito perro ambicioso”, pensó Gustav Peres.
—¿Por qué?, ¿encontraron su cuerpo?
—Ah, sí, algo así…
Un soldado sacó, de entre los escombros, una cabeza sin su cuerpo con la carne quemada y un ojo amarillento.
—Aquí está la cabeza, señor —se la presentó a Leston.
Gustav gruñó.
—Eso me lo presentas a mí, no a él. Ser Leston viene como testigo, pero yo soy tu superior, al que le debes de dar cuentas, ¿entendido?
El soldado regañado soltó mil perdones y depositó la cabeza en una bolsa de cáñamo. Leston sonreía, como siempre que salía victorioso en alguna de sus argucias.
—Va a ser necesario enviarla a la escuela de donde proviene, para evitar mal entendidos después. Y no, no te preocupes, esto va completamente por mi cuenta, no necesitarás gastar un centavo, o pedir pres…
—Ya, basta… Ser Ikmund. Con eso es suficiente y se lo agradezco.
La escena que veían era un caos que daba náuseas a cualquiera. Apestaba muy mal. Y… ¿Brazos de niños? Esto… era una obra del mismo demonio.
—Qué horrible. Qué horrible. Hicimos bien en acabar con estos monstruos. No deberían de regresar a nuestras tierras nunca más —pausa—. Lástima que tuvo que morir el que les dio caza. De algún modo hizo bien su trabajo.
Algo en su tono parecía decir otra cosa, algo que estaba entre líneas y Gustav no lo podía descifrar. No obstante, recordó que era también de mucha importancia y le pidió a Ikmund que lo siguiera por una vereda para platicar lo que apremiaba; él parecía saberlo, estaba esperando a que le pidiera eso.
—Y bien… ¿Qué me querías decir?
—Bueno, tengo ganas de vomitar, pero es importante esto que te tengo que decir…
—¿Y qué es, Gustav?
Odiaba que lo llamara por su nombre, como si se tuvieran confianza, como si lo de entre ellos fuera camaradería. Ojalá algún día pudiera encontrar un hecho lo suficientemente groso para encarcelarlo, y que hasta le quitaran lo poco de la fatua nobleza que tenía ese personaje nefasto.
—Quiero saber cómo sigue el hombre bestia.
—Oh, ese… Hiciste bien en confiármelo, dentro tus mazmorras quedaría muy expuesto a ojos no deseables, y no nos convenía que fuera visto o escuchado en su forma de monstruo. Ayer mató a dos de mis hombres, pero le dimos duro para que se callara.
—Caramba, eso hubiera hecho noticia. ¿Les pagaste a sus familias para que callaran?
—Claro. Dinero no falta.
Maldito sea.
Gustav miró al suelo, aquellas hojas marchitas entre la poca nieve que había caído al principio del invierno. En su región no caía tanta nieve como en unas leguas hacia el norte, en Frelonia.
—Y… ¿Cuándo podré verlo? Tengo que hacerle algunas preguntas.
—Oh, verlo…
—Sí, quiero verlo. Ramses me dijo que estabas de vacaciones, pero por lo visto fueron muy cortas. Por eso no te lo había pedido antes.
—Pues, qué le diré, alguacil…
Frunció el ceño.
—¿Qué?, ¿pasó algo?
—No, no. Para nada. Todo está bajo control.
—¿Y entonces?
—Lo que pasa es que… Prefiero la confidencialidad de mis terrenos, mis propiedades. No cualquiera entra en ellas, en las más profundas, ¿me entiendes?
Lo miró con desprecio.
—No, no entiendo.
—Mira, Gustav. No me gusta que nadie meta sus narices en lugares que no les incumbe.
—¡Claro que me incumbe!, ¡yo te confié todo esto…!
Y calló. Se dio cuenta que, otra vez, había caído en su trampa. Por todos los cielos, ¿por qué siempre le terminaba confiando cosas? Regresaba una y otra vez al mismo error. Se dio cuenta que era más dependiente de él de lo que pensaba, y que también… De algún modo no había dejado de ser el verdadero alguacil de Beren.
—Maldito seas, Leston…
—Creo ver que ya entiendes el asunto. No te guardo rencor alguno, Gustav, pero las cosas son como son. De otra manera, nos meteríamos en un problema legal que en estos momentos la Corte no dispondría de mucho interés, y estarían a mi favor con más probabilidad de la que crees.
Peres se tragó muchas palabras, tantas que se había guardado y se mantendrían ahí, atoradas en su garganta. Sintió atragantarse.
—Mira, Gustav, esto te dará más reputación a ti que a mí, ¿entiendes? Y si quieres información, yo te la puedo proporcionar porque, sí, ya la tengo. Esa bestia confesó bastantes cosas, no era tan valiente como esperábamos; cantó a la segunda tortura, y… Resultó que era un campesino, maldecido por haber sobrevivido el ataque de otra bestia, una que murió de vieja hace tiempo; la mujer, su homóloga, era su esposa, cómplice carnal de todas las atrocidades que hicieron como seres del mal.
No sabía si creerle, y si lo que decía era completamente verdad; de hecho, esa mirada, de intrigas voluptuosas, claramente le confesaba que lo que había salido de su boca eran puras fantasías; unas fantasías que debía creer y quedarse callado, y nada más. Pero tenía que hacer algo, no podía quedarse totalmente derrotado… Debía sacarle más provecho al asunto.
—Otra cosa, Gustav.
—¿Qué?
—Yo sé qué tanto odias a los frelonitas, la verdad es que todos los seres con cordura lo harían, como yo, Ser Ikmund, caballero honorífico y mercader de Beren —mucho orgullo con esto último que dijo—. Te propongo algo más y esto te va a agradar.
No puede ser, otra de sus artimañas. Ya estaba harto, ahora sí le diría…
—Pero espera, sé cómo te sientes. Calma tus espíritus. Realmente esto te conviene.
Ahora sí sonaba sincero.
—Escucho.
Algunos copos de nieve cayeron entre ellos. Los vieron con detenimiento. Y prosiguió:
—Se me ocurrió una idea que te encantará.
—¿Cuál podrá ser?
—Oh, te encantará. Mucho.
—Dila.
—Podemos darle un uso al hombre lobo.
—¿Cómo?, ¿qué dices? Matarlo es lo único…
—No, no, sería un desperdicio. Esto te lo diré en tu oficina y, te adelanto, podría ayudarnos con la situación de los de arriba.
Arriba. Frelonia. Parecía algo bueno. Podía relajarse un poco y darle el gozo de la duda. Luego platicarían del asunto.
—Intuyo que estás de acuerdo, ¿verdad?
—Sí. Luego lo platicamos. Ahora en la noche, si es preciso.
—La noche… Sí, sí. Tal vez un poco antes de la medianoche, o un poco después. Te avisaré.
—Bueno.
Sonrió.
Otra victoria más.
—Y bien, ¿volvemos con tus soldados?
Siempre volvía, siempre volvería con su tono soberbio.
Algún día Ser Leston Ibram Ikmund las pagaría.
Gotas cayendo debajo de la tierra; entre antorchas encendidas y apagadas, estaba ahí un hombre encadenado en forma de una equis; parecía como si las cadenas fueran nuevas, recién puestas. Su respiración era baja, cansada.
Alguien más entró en escena por las sombras, con una voz familiar, con un tono…
Soberbio.
—Hola…
No hubo respuesta.
Esos labios sonreían de gusto, no parecían estar acostumbrados a la derrota. Eran exiguos, pero aun así voluptuosos, mordaces.
—Perdone por mis maneras. Lo saludo de nuevo.
Carraspeó.
—Hola, Ilustrísimo señor Conde de Beren.
El Conde de Beren gruñó, revivido por la furia que el otro personaje alentó en él.
—Le anuncio que algo terrible pasó… Pero no sé si decirlo…
El Conde gruñía más y más, hasta que dejó de hacerlo y nomás lo veía con odio.
—Oh, veo que no me queda otra opción que decirlo… Disculpe usted si es tan mala noticia, porque lo comprenderé si así lo fuera…
Esa mirada de odio decía “Dilo de una vez”.
—Bueno… Tengo que informarle esta lamentable notica. Su mujer frelonita, como sus vástagos, han muerto y poco pudimos rescatar de sus cuerpos.
Esos ojos se inyectaron de sangre hasta volverse rojos; los colmillos crecieron, los vellos rojizos se volvieron más espesos; un rugido que hizo temblar el recinto estalló para dejar casi sordo a todo el que estuviera cerca.
Aquel se tapó los oídos y tuvo miedo en que se volviera un monstruo, aun cuando no fuera luna llena. Las cadenas parecían romper…
Pero no fue así.
El conde ahora estaba llorando, impotente.
—Lo lamento mucho, Ilustrísimo. Si hubiera otra alternativa… Pero no. Las cosas no salieron como quisimos yo y el Barón. Cosas de la vida. Infortunios. Que los dioses se apiaden…
Sonrió y dejó que el encadenado llorara por un rato.
—Pero, querido Conde, no todas son malas noticias. Pronto irá con sus amados frelonitas, a hacerles compañía. Y tal vez no vuelva; es decir, morirá con y por ellos. ¿No le parece un bello y poético final a su monstruosa existencia? Puede que estas crueles alternativas por las que hemos sufrido no acaben todavía, sin embargo, podría aligerarlas con un fin así…
El Conde gritó hasta quedarse afónico, era mucho el dolor que experimentaba. Su ira, su dolor, su tristeza. Venganza. Algún día tendría venganza, fuera como fuese… Se vengaría de quienes lo hicieron un monstruo; se vengaría de quienes lo delataron; hasta se vengaría de quienes destruyeron su vida como bestia; y se vengaría de quienes mataron a sus hijos, y a su tierna y amada Carmen…
Leston se despidió con una mueca, después con una reverencia. Le dio la espalda hasta penetrar las sombras y dejar que el portón de madera y acero sólido sonara al cerrarse.
Y un aullido muy fuerte terminó con este relato, prometiendo una dulce venganza:
La muerte de todos y cada uno de sus enemigos.
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