
La moneda giraba lentamente en el aire; unos rayos de pálida luz reflejaron sus formas y condiciones, límpida y de alto valor. Era dorada, con lujosas incrustaciones; después su intensidad volvió a la normalidad, cayendo sobre un grueso guante de piel oscura que la tomó para sí.
Un aullido hizo que el individuo se tensara, por lo cual sacó una pistola de largo cañón.
No era nada, solamente un simple lobo.
A lo lejos venían dos siluetas montadas, una que brillaba de manera sutil, posiblemente por una lámpara, y la otra, tal cual parecía un espíritu; poco a poco ambas tomaron formas humanas. Eran dos hombres, en efecto, y con un ojo muy agudo se podría apreciar que uno era muy nervioso y el otro indiferente, o cansado.
Se separó del árbol en el cual estaba recargado y ambos jinetes se detuvieron por la sorpresa.
—Quién anda ahí.
La moneda giró nuevamente, cayendo en la palma que la esperaba.
—Su salvador —un acento extranjero, pero bien pronunciado.
—Mierda —dijo uno, intimidado—. Ojalá este no sea otro monstruo…
—Señor, usté es el que paga, nomás dele parte del dinero y nos vamos a nuestras casas —pidió el otro.
—Bueno —dijo Diego Pontecinos, que se tambaleaba desde su montura.
Pontecinos bajó de su montura, sin embargo, por los nervios o por un natural descuido, cayó y se embarró de los detritos que había en el suelo.
—¡Caray! Yo que no quería que se me ensuciaran los pantalones…
Su acompañante se rio de lado para que no lo viera su superior.
Pontecinos se levantó e intentó limpiarse lo que pudo, y luego se dirigió al personaje misterioso que tenía en frente.
—Y usted, es… un…
No dijo nada. No había por qué.
—Sí, un…
No había razón para hacerlo todo más incómodo, pero Diego Pontecinos pasó por bastantes cosas desde ayer. Hacía mucho frío, mucho frío. El invierno estaba muy cerca, a poco más de un mes, y las nevadas se pondrían fuertes. La vida no es lo suficientemente buena si no tenías el dinero adecuado para aguantar estos inviernos, o en general todo lo que es vivir.
Dinero, dinero… Un espejismo, perdición para los ambiciosos e igual para los faltos de ésta. Condena a todos.
Y, no obstante, Diego se acercó a aquello, que extendió un brazo en espera de su paga.
—¿Usted es el Penitente…?
—Sí.
Aquellos ojos brillaban cual felinos. No era humano, ¿o sí? Quizás un efecto fortuito, o un reflejo de los miedos de este hombre angustiado y adicto a las apuestas. No, había más: dentro de la oscuridad que brindaba su gran sombrero, habían rasgos muy duros, exagerados, o eran extensiones de las mismas sombras, y también sobresalía un diente largo… Un colmillo de bestia.
Diego Pontecinos soltó un gemido.
Nada cambió en la escena. La misma mano esperaba su paga.
Palpó su cinturón torpemente, y encontró una daga en buenas condiciones, luego un mapa, y después… la bolsa con el dinero; nomás por el peso podría decirse que, si era como se presumía, esto serían joyas de las más caras, toda una fortuna, de la cual podría vivirse una existencia lo suficientemente cómoda y apacible en las montañas sagradas, donde ningún mal se acercaba, ni guerras, ni pestes… Una vida ideal con su madre, y, tal vez, una mujer que lo amara como para tener hijos, nietos… Una vida ideal.
Dudó en darle la bolsa, pero ésta ya había desaparecido de sus manos.
—Gracias. Dígale al conde que prácticamente todo quedará solucionado en la siguiente luna llena, no antes, no después.
Esa voz, era magia y terror a la vez. Quería escaparse de este sueño que se tornaba en pesadilla, sin embargo, tenía que comprobar algo más.
—Necesitamos su nombre… y la escuela de donde proviene.
Sonrió el Penitente y mostró su cara.
Bella, por limpia, pero no bonita. Era un hombre, sí, lo fue en algún momento. Era más que un humano y eso daba mucho miedo. Los tiempos en que los monstruos rondaban por los pueblos o en sus orillas, o hasta en los acueductos de las grandes ciudades, supuestamente habían terminado; mas, ahí estaba él, o ese, o eso, que sonreía a la luz de una luna que iba haciéndose más esbelta y famélica.
Olía a menta mezclada con incienso.
—Soy Anacletus Priatus, de la escuela del Primogénito, su directora la gran Ármida Kalamás, la más ruda y bella.
Él no entendía nada de lo que escuchaba y tuvo aprenderse ese extraño nombre de memoria, porque fue algo en lo que insistió el alguacil.
Anacletus dejó de ver a este hombre nervioso y revisó el contenido de la bolsa: en efecto, gemas, opalinas y rubíes. Esto saldaría todo, hasta un poco más. Estaba satisfecho por la propina que venía incluida.
Sin más, y sin reverencias, el Penitente se fue y se perdió entre las sombras.
Pontecinos soltó otro gemido, al igual que su acompañante, que un poco antes había mantenido una postura muy brava.
—¿Viste lo que pasó…?
—¿Qué? Ah, sí… O no, ¿qué pasó?
Pontecinos examinó el lugar, aquí y allá, y el Penitente de las Sombras ya no estaba. Se esfumó, ¡pum!, desapareció en la nada. El frío se volvió más intenso y el mismo lobo volvió a aullar.
—¡Vámonos, Horatius! Que aquí espantan…
Y, de nuevo, torpemente se subió al caballo y ambos se perdieron en el horizonte, rumbo a la ciudad-fortaleza de Beren.
El Penitente salió de su escondrijo, riéndose por haber tenido éxito en su truco. Le encantaba hacerle guasas a campesinos, que no eran muy diferentes a los citadinos de Beren, que todavía mantenían esa actitud del campo y la ingenuidad de labrar el suelo, de convivir con la naturaleza.
Palpó de nuevo la bolsa y sonrió.
Volviendo con el alguacil…
Gustav Peres parecía estar roto, sus ojos eran pozos enormes y su piel gris. Su esposa se había ido, supuestamente a visitar a su padre, pero era evidente que escapó de la ley junto con su familia, porque pronto, si no pagaban, primero la tomarían a ella como presa, después a su padre, y, si no se solucionaba en lo mínimo el pago de los intereses, hasta él tendría la misma suerte. Tenía que terminar con esto lo más pronto posible para así pedir favores, y que todo volviera a la normalidad; no, mejor aún, que ojalá ya por fin comenzaran una familia, con una niña o un varón, lo que fuera, alguien que tuviera el apellido Peres y que su legado siguiera en cuna de nobles. Tal como Leston lo hizo, aunque este lo obtuvo por sus propios méritos.
Entró Ramses con dos de sus ayudantes. Vieron al alguacil, algo deshecho, y supieron la razón. Casi toda la gente importante de Beren lo sabía, y el que no, es porque no dejaba de chupar de las raíces del purgatorio, que enajenaban mucho.
—¿Cómo sigue el monstruo?
—Humano e indefenso.
—No lo he visto en su forma humana. Pero no confíen, esos, aún en su apariencia de personas, son más fuertes que el promedio. Manténganlo dormido, y si despierta, amenácenlo, díganle que pagará por lo que hizo a nuestra gente.
—¿Nada más? Digo, yo fui una vez, todavía en su forma monstruosa, y no aguanté pasar tanto tiempo… Alguacil, ¿no cree que esto es mejor que Ser Leston haga lo suyo…?
—No. Él no. Suficiente es que me consiga algunos recursos y mantenga pagado al curandero. En ti, Ramses, confío que mantendrás al barón ocupado y despreocupado.
—Ah, por eso… El barón se tomó unas vacaciones.
—¿También?, ¿como el Conde?
—Lo supe por Leston y… sí, como el conde —le entró el orgullo porque se sentía como un espía, un susurrador, así como el cuestionablemente intrépido Leston Ibram Ikmund. Pero no, que supiera tanto fue parte del plan de Leston, porque había días en que no le apetecía visitar al alguacil.
—Maldita sea… —se dijo a sí mismo, quejándose de escuchar ese nombre; había intuido que esto bien lo pudo haber dicho su rival, incluso, era parte de sus artimañas para darle otro pequeño golpe a su ego.
—Y Ser Leston también dijo…
—Ya, ya, suficiente. Entiendo. Faltan dos semanas para que llegue la luna llena, y acabará todo esto. Gracias, Ramses, si necesitas de un permiso expedito, no dudes en venir conmigo.
La emoción rebosó en él y casi da un brinco.
—Gracias, alguacil. Usted, sin dudarlo, es el mejor que hemos tenido.
Aunque sabía que era falso, sonrió con una mueca, exhausto, y dejó que su orgullo se elevara un poco.
—Gracias. Hasta luego.
Se despidieron y el alguacil se quedó solo.
Con aquel portarretrato.
Con su ego consumido.
Con las ganas de no haber existido.
Dejó el capotán sobre una roca y se hizo para atrás el cabello rizado. Sudaba en una fría noche de luna llena.
Aquella cueva, llena de musgo y árboles entreverados de maneras insólitas, era donde reposaba su objetivo, el cual no hacía poco salió de cacería, y su guarida había quedado sola. A nadie le dijo que en verdad era un novicio, y no como otros Penitentes que habrían hecho mejor el trabajo y no hubieran tardado todo un ciclo lunar para acabar con la mujer lobo. No era tan complicado identificar a los licántropos en su forma humana, casi siempre rehuían de mezclarse en la sociedad, formando conductas antisociales o semi-druídicas; o, por el contrario, no sorprendería que fuera un personaje muy conocido, incluso alguien de prestigio nobiliario.
Pero la bebida fue buena, como también las mujeres y el encanto que le hizo a sus botas para que no se desgastaran tan rápido. Lo que le sobrara se lo daría a la escuela; no le importarían los regaños, porque siempre había vivido de ellos; y aun así, se saldría con la suya.
Como siempre.
El encantamiento de sus botas incluía un mejor sigilo, adaptándose ergonómicamente con casi cualquier tipo de superficie. Estaba muy contento porque las cosas se alinearon solas, sin necesidad de mucho esfuerzo. Preparó un hechizo básico que consistía en mejorar su vista nocturna; pero no recordaba su duración, así que tomó presteza en el asunto y, casi de puntillas, nomás por el efecto dramático, se metió a la guarida de ‘La Otra Bestia’.
Adentro olía a inmundicia, posiblemente a carne podrida y a heces fecales. Los licántropos no eran famosos por su higiene, sino por su ferocidad, y también por llenarte de pelos después de una pelea contra ellos. Malditos sean, por dar tanto miedo y asco.
Era la primera vez que pelearía contra un lupino, porque anteriormente le habían tocado los Hombres Rata de Fatarnaún, que él y otros novicios mataron como tarea de su maestro, exterminándolos con éxito, aunque no tanto en la limpieza al hacerlo. Bueno, a diferencia de los hombres rata, estos lobos no eran tan asquerosos.
Y…
¿Qué era lo que escuchaba?, ¿sus botas? No, no. Algo que se movía… ¿Un pequeño aullido?, y quejas, de algo con un tono agudo. Suspiró para sacar sus nervios. Si se equivocaba en algo y había otra bestia dentro, parte de la Mujer Lobo, sería la merienda de la noche, lo que obviamente no le gustaría a Anacletus.
Uno… Dos…
Prosiguió con el mismo ritmo, pero fijándose en aquel ruido, que algo en su intuición le decía que era inofensivo. De todos modos sacó un cuchillo de plata y se mordió los labios por la intranquilidad. Aquellos ojos ambarinos de cazador le daban el aspecto de ser como aquellos monstruos.
En una cámara escondida, que de suerte avistó de reojo, detectó que los ruidos provenían de ahí y, preparado, contó hasta el número que le pareció pertinente; ¡y brincó hacia allá…!
La mano estaba preparada para lanzar un hechizo de fuego, de esos que detestaban los licántropos porque se les achicharraba el pelaje, y quedaban muy feos; sin embargo, se detuvo y su boca quedó muy abierta por lo que veía frente a él:
Eran tres; no, cuatro, cachorros recién transformados en monstruos. Nunca había visto algo así, ni se lo habían advertido en la escuela. Existían y los estaba viendo; las parejas licantrópicas podían procrear… ¡Por eso habían tantos hombres rata! Sí, no era nomás por el Pasaje de la Maldición. Demonios. Eran tan pequeños que daban cierta ternura. No hizo nada de inmediato, aun cuando sabía que ya había hecho mucho ruido al tratar de sorprenderlos.
Aquellos pequeños seres parecían jugar con unos huesos que roían; de hecho uno mordía la oreja de otro, y éste no le hacía caso. Y lo vieron, lo vieron atentamente.
Su torpe instinto lo único que le permitió hacer, fue decir:
—Hola.
Y los bebés bestia se abalanzaron contra él, mordiéndolo y desgarrando sus ropas; él les daba palmadas, golpes y patadas; no osaba usar su cuchillo, mucho menos lanzarles el mortal fuego, porque eso sería contraproducente y haría que estallaran en llamas todos ellos.
—¡Comida, comida! —dijo uno, en un tono chillón y a la vez ronco.
—¡Invasor! —dijo otro, que parecía estar más consciente del asunto.
El dolor ya había llegado a su carne y esto era malo, muy malo. Tendría que optar por una cruel alternativa. Afianzó su daga y comenzó a moverla a diestra y siniestra, cortando y rebanando pequeñas partes, hasta que…
Hubo silencio.
Había perdido algunos dedos y un ojo lo tenía herido. Respiraba fuerte y hondo.
—Putas… Qué he hecho…
El arrepentimiento llegó a su corazón. Lo que estaba debajo de él… Ya no eran bestias, sino…
Era horrible. No estaba preparado para esto. Sacó, con manos temblorosas, una bomba y la accionó. Tenía que sellar esto, pero…
Y llegó el aullido, el más terrible que había escuchado en su vida.
—¡Mis hijos!, ¡mis hijos!
Dijo esa voz, que podría ser femenina, pero era tan…
—¡LOS HIJOS DEL CONDE HAN SIDO ASESINADOS!
¿De un Conde?, ¿qué conde? Acaso…
Anacletus poco pudo elucubrar con lo que escuchó, mucho menos defenderse, ya que en un pestañeo sintió que su cabeza caía, caía… Caía…
Y las luces carmesí invadieron lo que quedó de su vista.
Reblogueó esto en RELATOS Y COLUMNAS.
Me gustaLe gusta a 2 personas