
Después de ese primer incidente, en las siguientes lunas llenas los asesinatos bajaron sustancialmente. Sin embargo, aquella bestia seguía rondando cada vez que la bella mujer pálida crecía en el plano celeste.
Diego Pontecinos estaba tirando dados junto a sus subordinados, riéndose que uno de ellos ensució sus pantalones cuando creyó caer víctima de La Bestia en una pesada broma hecha por sus compañeros. Debían de vigilar la periferia de la fortaleza, pero la verdad es que ya estaban hartos de la poca acción y la paranoia. Hasta en algún momento desearon ver a un despedazado para reanimarse.
Y los deseos se cumplen.
—¡Diego, Diego! ¡Dieguito…! —gritó una señora, parecía muy asustada.
Diego al principio no dejaba de rumiar que había perdido la partida y que no podría comer salchichones por uno o dos meses; hasta que un soldado le dio un codazo llamando su atención. Diego, el oficial de vigilancia, buscó quién lo llamaba y se quedó pasmado.
Era una mujer de edad avanzada, empapada de sangre.
—Mamá… —dijo con la boca abierta.
—¡Dieguito…! ¡Ayuda…!
Hizo a un lado todo lo que tenía cerca y corrió hacia su progenitora.
—Dieguito… —dijo antes de desvanecerse.
—Mamá, mami… —alcanzó a tomarla, justo antes de que su cabeza impactara sobre el suelo pedregoso— ¡Responde, mamá!
Todos miraban sorprendidos el acto; y solo uno, el más allegado a él, se acercó para ver si necesitaban algo de ayuda.
—Mamá, por favor, responde —le tuvo que agitar la cara y ella reaccionó casi de inmediato; lo primero que hizo fue gritar del pánico.
—¡Maldita bestia inmunda! —rasguñó a su hijo, pataleando en el lodo— ¡No me tendrás a mí, cosa del demonio!
Camelia, una linda señora, mercader de flores y artículos derivados de varias religiones, ahora parecía una fiera que arañaba sin piedad a su vástago, luego lo mordía con vehemencia.
—¡Ay, mamá! ¡Qué haces…! —no parecía ceder— ¡Duele mucho…!
Pero Diego Pontecinos no hacía lo suficiente para desaprenderse de los feroces dientes de su madre. El soldado, cuyo nombre permanecerá anónimo, se mordía las uñas y no hacía nada. Nadie hacía nada.
Jauliel, un supuesto albañil que los acompañaba, se llevó el dinero y la plata con que apostaban, y sin mucho sigilo partió lejos, a esconderse en su incógnita morada. Ninguno de ellos se percató de lo que hizo, si acaso el viento y un niño que veía todo a través de su ventana; un niño con gorro verde que estaba listo para pelear con La Bestia usando su pequeña espada y un escudo de madera.
—Mami, me duele… —y con la voz plañidera de su hijo, Camelia volvió en sí; recordó a un bebé, desnudo, frágil, en una bañera improvisada; recordó aquella noche en que parecía irse del mundo de los vivos, pero vino una mañana, donde una sonrisa avivó la llama dentro de ese pequeño ser que tanto amaba…; y luego lo abrazó, sollozando por lo que hace un poco más de una hora fue partícipe.
—Ay, hijo… Ay, ay… —no decía más, sus lágrimas estaban llenas de miedo y furia, queriendo explotar en un solo aullido. Sus piernas temblaban, así como sus manos; castañeaba de ira, no obstante, de aquella horrible pesadilla… No, lo vivió como tal, algo real y horripilante.
Diego ahora examinaba el cuerpo de su madre: no había heridas, solamente lodo mezclado con sangre… Sangre de alguien más. Y pelos de animal, muy gruesos.
—Madre, qué pasó… —tenía miedo a la respuesta, que era necesaria, pero saber que ella sufrió tanto lo desconsolaba hasta casi dejarlo vacío.
Estuvo un tiempo llorando en los brazos de su hijo, bajo una luna llena que los acobijaba con su terror celestial.
—Fui, fui al río…
—¿A esta hora? Madre, es tan tarde… ¿Qué hacías ahí? Está prohibido…
—Hijo…, tu padre… necesitaba que le lavara… Ay…
Diego miró al soldado que lo acompañaba, se percató que era innecesario cuestionarla por aquello; lo importante era saber de dónde provenía esa sangre y por qué se refería a una… Bestia.
—Olvida eso, madre, nomás dime qué pasó…
Se sorbió los mocos, también secó las lágrimas y se quedó sentada sobre el suelo. Parecía como si ya no tuviera nada, como si ya hubiera pasado todo. Eso sorprendió a más de uno, incluyendo a Diego Pontecinos, su hijo.
—Fue la bestia, hijo, la bestia en carne y hueso, extraída de los mismos infiernos.
Se levantó y miró a los otros que estaban ahí. Diego siguió hincado, admirando el dramatismo de su madre al hablar.
—¡Ella nos acogió con sus crueles garras a nosotros, almas indefensos…! Cruel y despiadada, cobarde, sedienta de sustancia humana… ¡Mató a Tamaria y a Conrado!
—¿Conrado —preguntó uno de los soldados.
—Sí, a los dos, mientras hacían el amor y yo pretendía no escucharlos…
—Los mató… ¿La Bestia? —siguió el soldado.
—Esa cruel y despiadada bestia los hizo mil pedazos mientras consumaban el acto amatorio, ¡condenada sea por ello!
El soldado sollozaba, luego se echó a llorar. Conrado era su hermano y ahora al parecer había muerto de una manera horrible.
—Madre, y a ti, qué te hizo… —Pontecinos tenía miedo escuchar que algo atroz le había hecho esa bestia.
—¡Nada…! Y todo. Casi me devora, como a los amantes.
El soldado lloró más.
—Suerte tuve que cayó dormida sobre mí, aquel cuerpo que más de una tonelada ha de pesar.
—Ay, mamita, pobrecita…
La mujer tragó saliva, se puso nerviosa. El olor que evocaba aquel engendro era sangre fresca, tierra, a algo semejante al azufre… Y la luna, allá redonda y perfecta, como si tuviera habla propia, gozando de aquello que pasa sobre la tierra, cómplice de las artimañas que el mal crea para justos e inocentes de buenas voluntades. Ululó como una guerrera y soltó su puño hacia aquel satélite que los acosaba.
—¡Pero no contaba que comer tanto de la planta de la bella durmiente lo dormiría como a un niño!
Gustav revisaba unos papeles con la poca luz que emanaba una vieja vela. Los faros eléctricos se habían descompuesto ayer y su trabajo se retrasó tanto, que a estas horas seguía en vigilia. Aquellas palabras que leía lo desconcertaban, surcando sus cejas, dibujando una mueca. Eran oficios de la corte avisándole que había adeudos casi impagables al nombre de la familia de su esposa; oh, ahí la razón de su actitud desdeñosa, como la de su suegro, que llevaba años sin visitarlos. Maldita sea, podía soportar el estar casado y que a veces no se acostarse en la misma cama de su esposa, pero, ¿pagar de su bolsa una deuda que originalmente no era suya? Arrugó el papel y miró con desdén la fotografía que tenía con su esposa, y Micifuz, el gato de la familia que murió en las fauces de un lagarto.
Alguien tocó la puerta y sus nervios se reactivaron.
—¿A esta hora…? —dijo desconsolado.
Suspiró.
Dejó todo lo que tenía sobre la mesa; antes, se quedó viendo a ellos dos, mesuradamente contentos, con aquel felino que los acompañaba, y bajó el retrato, para no verlos jamás.
Abrió la puerta: era Leston.
Se quedaron viendo por un momento, rival a rival, en un descontento inmarcesible, hasta que el alguacil habló.
—¿Y ahora qué?
Leston, muy agudo en su vista, se fijó que el retrato estaba boca abajo, evidentemente a propósito. Dejó ver su sonrisa torcida.
—Habla, que estaba ocupado.
Leston no quitaba su mirada de aquel objeto.
—Supongo.
—Bien, si lo supones, no me hagas perder el tiempo con tus actuaciones, Leston.
—Bueno —guardó un silencio dramático para desesperar más a Gustav, y dijo—. Es ‘La Bestia’.
Peres se le quedó mirando; luego su vista pasó a aquel retrato, donde un bello recuerdo quedó soterrado, y ahora un duro arrepentimiento surgió dentro de él.
—Pasa —lo dijo con tono famélico.
Diego Pontecinos estaba ahí con ellos, melancólico, cabizbajo.
—Dígame, oficial, qué es lo que pasó. A detalle.
No dijo nada.
—Oficial Pontecinos, hable —le ordenó Gustav Peres.
—Perdón, señor. Ha sido una noche larga.
—Para todos lo ha sido.
—En efecto —dijo Leston.
—Diga, oficial, que el tiempo apremia —usó el tono del barón, casi parodiándolo. Leston se fijó en ello—. Vamos, lo siento por lo de su madre, pero ella quedó intacta. Hable, por el amor a los misericordiosos dioses. ¿Qué fue lo que impidió a ‘La Bestia’ en seguir con sus frenéticos deseos de matar?
Diego Pontecinos se sobresaltó. Qué bueno que su madre sigua viva e ilesa.
—Esa cosa… Dice mi madre que uno de los amantes, Conrado Garzia, era contrabandista de la planta de la bella durmiente.
—Planta de la bella durmiente —dijo Leston.
Los dos lo miraron.
—Ya lo sabía.
—Sí, al parecer lo sabes todo… —dijo Gustav con sarcasmo.
—Y al comerse a los dos, también rompió las bolsas de contrabando y comió bastante de aquella planta.
—Oh.
—Esa planta es endémica de Beren y Elize, y con tan solo una hoja podría dejar en coma por varios días a una persona normal.
—Sí —dijo Gustav.
—Y además es ilegal.
—Claro, obvio.
—Y, pues… —siguió Diego— en cuanto quiso hacer lo suyo con mi pobrecita madre, cayó sobre ella, dormido. Me dijo que hasta roncaba.
Leston quiso reírse un poco, pero sabía que era impertinente. Gustav se dio cuenta de ello.
—Mi madre usa esa planta, sin infringir la ley, por eso sabe de la potencia de sus propiedades y agradeció a los dioses de su intervención divina… a pesar de la muerte de algunos.
—En paz descansen las almas de aquellos jóvenes —dijo Gustav—. ¿Esto lo sabe alguien además de nosotros?
—No, nomás mi madre, los soldados que yo manejaba, y un tal Jau… Jaudiel, o algo así.
—Todos, hasta tu madre, están aquí, ¿verdad?
—Sí, tal como lo ordenó, señor.
—¿Y el tal Jau… Jauriel?
—Él se… esfumó —no quiso decir que se fue con su dinero.
—Diantres. Está bien. No hablen mucho del asunto, si acaso que fue fortuito. No quiero causar un estupor innecesario. Solamente necesitamos que se vigile el río.
—Señor… Pero… Eso no era todo.
—¿Cómo que no era todo?
—Es que… Esa cosa… Estaba acompañada.
—¿Qué dices?
—Sí, que no estaba sola.
Silencio.
—¿Y qué lo acompañaba?
—Una… como la cosa… Dijo mi mamá que era muy similar, pero un poco más alta, con una figura más femenina…
Leston tragó saliva y abrió bien los ojos.
—La pareja. La pareja. Maldita sea. Las criaturas de la noche han vuelto.
Gustav no entendió de inmediato.
—¿No entiendes? La guerra exterminó supuestamente a todos estos monstruos, pero al parecer ahora hasta pueden procrear…
—Espera, espera, ¿qué no estas quimeras toman forma humana hasta que…?
—La luna llena les dé el poder de ser bestias. Sí. Hombres lobo. Hombres oso. Chacales. Hasta hombres tigre, en tierras lejanas. No nomás pasan su maldición con sus mordidas…
Pausa.
—Por cierto, ¿seguro que tu madre quedó ilesa? ¿Ninguna mordida?
Diego se quedó pensativo, viendo a sus superiores en rango y sangre. Entendió. Tuvo miedo a decir algo que cayera en desfavor de su madre. Pero era mandatorio hablar con la verdad.
—Supuestamente sí…
—¡Nada de supuestos! Gustav, mande al curandero que la revise de inmediato.
Gustav se le quedó viendo.
—No eres tan noble como para andarme mandando o pidiendo favores.
—¿Qué dices?
Gustav chistó.
—Lo haré, maldita sea. Pero no es porque me lo pides, solamente porque es razonable.
—Bien —cantó victoria —. Y ahora, volviendo al relato… ¿Era una mujer lobo la que vio?
—Eh, supongo… —dijo Diego.
Lo pensó un momento.
—Tendremos que contratar a un cazador.
—¿Cazador de liebres?
—No, obviamente no. A un cazador.
Gustav sabía a qué se refería. A un cazador, a uno de esos que formaron un gremio cuasi-caballeresco, y que antes no cobraban ni un céntimo por sus trabajos; ahora eran mercenarios, poco solicitados, que, además de cazar monstruos, también eran guerreros a sueldo en guerras donde siempre hacían falta espadas y rifles para matar, y matar.
Ellos eran los Penitentes de las Sombras, deformados por quién sabe qué tantas brujerías, por lo que solamente se les veía a altas horas de la noche, como a los monstruos que cazaban.
Y cobraban caro, muy caro; tan caro que podía dejar en la ruina a un pueblo con buenas cosechas.
—¿Qué pasó con esa mujer lobo, por qué no…? —Leston no quiso terminar. Mejor que dijera algo más el compungido.
—No lo sé… Mi madre tampoco tiene certeza, solamente masculló algo en un lenguaje que no entendió, pero parecía que describía miedo en ese tono tan monstruoso… y huyó, como si le doliera tanto irse.
—Bueno, eso es un enigma. Por lo pronto, lo que nos queda, es buscar a uno de esos cazadores, y no va a ser fácil.
—Yo creo que mejor mandamos una carta al rey…
—No, sería de locos, el rey está lo suficientemente ocupado manteniendo la paz con los otros países. Nosotros nos encargaremos de ello.
Gustav lo pensó un rato.
—Nosotros dos, nadie más.
—¿Por qué?
—El barón será solicitado solamente si necesitamos de más… dinero.
—Espera, ¿acaso dices que desembolse de lo mío para…?
—Si lo haces, de todos modos el barón, o la condesa, o hasta el duque, te lo reembolsarán, y con creces.
Era plausible. Esto los haría ver como agentes muy eficientes… y crecerían en la sociedad. Algo muy importante.
—Bien, puedo ver en tu cara que estás de acuerdo.
Diego Pontecinos se quería ir, pero tenía miedo de decirlo; eso lo presintieron y le ordenaron que se fuera, que ya no era necesaria su asistencia; solo era necesario que callaran la boca, hasta nuevo aviso.
—Y bien, ¿en qué quedamos? —preguntó Gustav.
—No me caes bien, lo sabes, pero tendré que aceptar tus términos mientras también estés de acuerdo en conseguir un cazador.
—Claro, si lo pagas tú.
Lo reflexionó.
—Pudiera saber por qué el alguacil no puede pagar con el dinero del erario…
Gustav recordó aquellos papeles.
—No. No hay dinero.
—Bueno… Entonces, me encargaré de encontrar a uno de esos locos. Te daré la noticia cuando lo haga.
—Gracias.
—No hay de qué.
Se despidió sin decir más, no tenía por qué hacerlo con su adversario. Antes de irse, miró al retrato, y lo levantó. Y se fue.
—Maldito seas, Leston. Ojalá ‘La Bestia’ también te coma a ti.