Dolorosos aullidos en tiempos de crueldad: Parte 1

 

La luna brillaba con una enigmática luz pecaminosa.

El cielo, despejado.

Las estrellas con su brillo mortecino.

Los vientos del norte llegaban con sus gélidos cantos del más allá, anunciando la cercana temporada invernal, como si trompetas de pesadilla se trataran. Los inviernos eran largos, y los tiempos amargos.

Como en aquel lugar del firmamento, iluminado por la luz artificial de farolas, que en vigilia protegen de los males que provienen de la oscuridad, y de algunos seres maléficos que han vuelto de un pasado remoto, vicioso y de perdición. La era de la crueldad volvía…

Cayendo, cayendo…

Toda la gendarmería de la pequeña ciudad recorría las calles haciendo rondines. Algo los acechaba.

Atrás, volviendo atrás en la historia…

Dos meses antes, cuando todavía Beren vivía en una relativa paz, pasó por una tragedia que dejó a todos sus habitantes en noches inconsolables e insomnes: la Masacre de Ut Meren, proveniente de la festividad de los locales, así fue llamado aquel terrible acontecimiento.

Después de todo un día festejando al padre de Beren, el fundador epónimo, muchos se irían temprano a sus casas, por respeto al general que había liberado a toda esta nación sumergida en décadas de guerras externas e internas; padres mataban a sus hijos, hijos mataban a sus progenitores. No obstante, siempre han existido aquellas almas impías en busca del soporífero espíritu del éter, es decir, del licor. Muchos berenitas embriagados deambulaban por la profana vida nocturna, burlándose de las nuevas costumbres, porque en tiempos de sus abuelos nada ni nadie les impedía beber a cualquier hora del día. Y así el alboroto no cesó por completo, ni los arbitrios de estos pícaros. Y ese fue el error de unos; grave y hórrido error.

El alguacil Gustav Peres tampoco durmió tranquilamente: las noticias que lo despertaron en medio de la noche lo dejaron estupefacto, tanto que casi salió desnudo de la alcoba, donde dormía con su esposa, una noble de baja cuna, pero con la suficiente fuerza política como para haberle conseguido este importante cargo.

Los tañidos y gritos lo hicieron abrir sus ojos, justo antes de que Ramses Buitron entrara de manera impertinente.

—¡Señor Peres, pasó algo inconcebible…!

Gustav todavía no volvía de aquel sueño, aquel en el que comía todos los quesos que se le antojasen…

Un olor natural, lácteo y ácido, rondaba por el cuarto.

—¿Qué…?, ¿cómo…?

—¡Muertos, muchos muertos…!

Al escuchar esa palabra el alguacil tomó su espada, dejando caer su rifle porque se le resbaló de la mano, y se accionó. Sin embargo, su esposa no despertó por el fuerte calmante  que había tomado, recetado por el curandero del pueblo.

—¡Con un demonio, en pleno día de Ut Meren hay guerra…!

Los acompañantes de Ramses, algunos soldados y gente de importancia, se miraban entre ellos, porque aquel cuerpo escuálido se veía gracioso al blandir un arma que parecía más gruesa que su aspecto.

—Tenemos que armarnos con todo lo que tengamos; y despierten a cada uno de los varones aptos para…

Por descuido tiró un vino barato que tenía sobre una caja que le servía de mesa, mojando unos poemas que escribió hace un par de días; era su pasatiempo componer versos remilgados recordando tiempos de antaño. Casi salía de su aposento exhibiendo sus famélicas carnes, pero lo detuvieron.

—No, señor, lo que pasa…

—¡Quítense, que bien sé cómo termina esto si no tomamos acciones con presteza! —el grito fue lo suficientemente amenazador como para que la mayoría se hiciera a un lado; no obstante, Pudro Têmescz, con sangre en las manos, enseñó parte de la evidencia: una horrible herida en su pecho, como hecha por una garra. Todos lo miraron fijamente.

—Qué… ¿Qué es eso? —el alguacil volvió en sí y se tapó parcialmente con la palma izquierda lo que nadie debería ver.

—Sangre mía, sangre de mi hermano, Paul Têmescz, condenado por la bebida, muerto… —silencio dramático— ¡Por una bestia!

Más de un suspiro salió de los ahí presentes. Ramses, con su osadía despótica, le recriminó:

—¡Y por qué no nos lo habías dicho…!

Leston Ibram Ikmund lo calló de tajo con un golpe en la barriga. No era momento para esos reclamos.

—No seas idiota —le dijo, en voz baja.

—Murió… Hecho pedazos… Ni mi madre lo pudo reconocer.

Leston siguió:

—Y no fue el único, sino varios. Mujeres también. Mujeres de la vida nocturna.

—Por el Creador… —el alguacil dejó caer su sable, entendiendo que esto no era una guerra, sino algo más tenebroso, críptico.

 

Cerraron la puerta y encendieron algunas velas, y dos de esas raras lámparas eléctricas. La habitación era lo suficientemente grande como para albergar a diez personas; en el centro había una mesa cuadrada con mapas, cera derretida, y dos o tres libros que empezaban con referencias poblacionales. Gustav, el alguacil, en su pijama sucio, estaba sentado justo al lado opuesto de Pidro Lomsanaz, el barón y persona de más influencia en esos momentos, que llegó tarde porque tuvo que enviar cartas antes.

Buitron, al ver que todos se veían demasiado desconcertados, tomó una botella de Solianter con diez años de añejamiento, suponiendo que necesitaban bajar el estrés, pero…

—¡Qué haces, Ramses! —gritó Leston.

—Bueno, vi pertinente tomar un poco de…

No pudo terminar por un golpazo en la mesa.

—No. Esta noche no se toma, imbécil —Pidro fue tajante.

Gustav, con la cabeza baja, dejó la botella en su lugar, aunque destapada. Leston, que alguna vez fuera el alguacil de Beren y que al ganar su título nobiliario se retirara para optar así por la carrera de comerciante y recaudador de rumores y chismes,  fue el primero que habló.

—Fue en varios puntos de la ciudad, o eso es lo que me informó mi capataz —pausó su reporte porque recordó algo importante: modales y respeto a sus superiores; o mejor dicho, simular empatía—. Perdón, ilustrísimo señor Lomsanaz, lamento mucho la pérdida de su pariente.

—Oh… —soltó Ramses.

—Lo lamentamos mucho, señor —dijo el alguacil, con la mejor sinceridad que pudo mostrar.

Hubo un silencio incómodo.

—Bah, prosigan. El dolor puede pasarse para otros momentos. Es tiempo de ponerse en acción y los minutos apremian.

—Muy cierto —lo secundó Gustav—. Por eso mandé a llamar a todas las tropas para que revisen los lugares de este tan… Horripilante crimen.

—Bien hecho, Gustav —dijo el barón Lomsanaz.

—No daremos descanso a esto hasta que encontremos al o los culpables.

—Sí… Claro —había un tono de nihilismo en el barón. Sus dedos tamborileaban en la mesa mientras veía a la luna, que se infiltraba por una claraboya deteriorada.

—¿Saben qué cosa fue? Porque yo he hecho mis pesquisas —dijo Gustav Peres.

—¿Cómo?, ¿qué dice usted? —Leston quiso que se le aclarara eso.

—Pues, es que, ¿qué no vieron al Têmescz?  —el alguacil estaba irritado porque Ikmund estaba hablando.

—Sí, sí, ya sé, algunos de nosotros tenemos una idea general de lo que está pasando… Pero luego lo platicamos.

—Perdona Ibram, pero me gustaría saber el punto de vista del señor Peres —aclaró el barón.

—Ah, sí… Es que… No nomás está la evidencia de esa herida, sino lo que dice la gente… Dicen que escucharon aullidos, como de un lobo muy feo.

—¿Lobo muy feo? —preguntó Ramses, asustado.

—¡Sí! Grande, feo, ronco… Y peludo —siguió Gustav.

—Un hombre lobo —Leston pareció confirmarlo.

—¡En efecto…! Eso es. Terencio fue quien me recalcó que eso fue.

Nadie dijo nada. El barón hizo como que no escuchó.

—Un hombre lobo… —reflexionó el alguacil por un momento. Leston parecía estar de acuerdo con eso cuando se miraron al mismo tiempo—. Pero de todos modos me es difícil creerlo. Hace mucho tiempo que no hablaba de un hombre lobo, o de bestias monstruosas. Se extinguieron con la guerra.

—Pues, sí… —dijo Ramses, esperando a que esto fuera cierto.

—No se sienta apenado, señor Peres. De seguro no están tan erradas sus presunciones. Yo mismo… pensé algo similar —Ikmund le sonreía.

—Oh, ¿con que así? —preguntó Gustav. Siempre tuvieron cierta rivalidad entre el alguacil y el ex alguacil, algo natural que se cuenta solo.

—En efecto. Aunque ya haya gente que piensa que esas son fantasías del pasado, todavía algunos sabemos que eso no es realmente fidedigno. La ignorancia puede caer pesado cuando la evidencia está frente a tus ojos y no las ves por… nimias distracciones. Claro, para alguien como usted, como nosotros, sería más que evidente… —no había dejado de sonreír.

Fue un reto hacia su persona. Algo sabía de su vida personal. Siempre muy astuto y no desperdiciaba palabras para causar intrigas.

—Oh, sí, claro. Pasa —respondió Gustav, molesto.

—Pero no ahondaré mucho en el asunto, ya que no me… compete —se quedó callado, sonriendo.

—Sí… Eh, bueno. Bueno… —Gustav ya no supo qué decir.

El barón vio lo evidente y se desesperó.

—Queremos soluciones inmediatas, no peleas de egos. Mi tiempo es oro y no quiero este tipo de espectáculos frente a mí —su ilustrísimo señor fue tajante.

—Ah, perdón… —Gustav agachó la cabeza avergonzado, seguido por Ramses, creyéndose también parte del regaño.

—Disculpe, señor… —Leston, dado que era noble, no tuvo que sobajarse tanto.

—Entonces, ¿qué?, ¿qué contingencia tiene en mente, alguacil?

Gustav lo pensó un momento. Recordó a su esposa, que seguía dormida en la alcoba. Ella no quería tener hijos, pero él sí. A los ojos de muchos el alguacil hacía un trabajo mediocre, pero como esposo y amante era… Peor. Muy cuestionado. Tal vez si ella lo viera más como un hombre viril, aceptaría su semilla y comenzarían una familia juntos. O no.

Oh, dolor.

Oh, dolor.

¿Será que esto lo sabía bien Leston…?, ¿qué tanto habrá hablado aquí y en la corte sobre sus conflictos maritales…?, ¿sería el hazmerreír de Beren…?

Tanto pasó por su cabeza que le llegó una migraña. Era el estrés.

También suponía que el monstruo podría provenir de las tierras de aquellos viejos enemigos, cuya tregua había menguando con el pasar de los años. No, ellos no tienen que ver con este percance, para nada; sin embargo, ojalá sí fuera de este modo para que pudieran darles su merecido de una buena vez. Otra guerra no caería mal para los nobles, habría mucho capital de por medio. Y en efecto, nunca podría haber una amistad entre el reino de Háspan y el de Frelonia, que estaban en su apogeo por su ilustrada cultura y avances tecnológicos…

Mujeres empleadas con cargos para hombres. Mujeres encargándose de familias, ellas solas, sin un varón. Mujeres con espadas tan largas como las de un soldado veterano.

Mujeres, tan valerosas como en las historias de sus ancestros…

Sacrilegio.

De suerte no eran tan numerosos como los haspanos.

Ceñudo, apretó la mano; su esposa, en su tormentosa memoria. Su frustración. Matrimonio que fue parte de una estrategia, ahora era maldición intrínseca para sus supuestos días de gloria. Quisiera irse lejos, quemarlo todo, y comenzar de nuevo. No, no era viable. Tenía que poner orden. No era la primera vez que un asesino hacía de las suyas… No obstante, una bestia como esas daría un salto demasiado mortífero y difícil de controlar.

—Yo creo que…

—¿Sí…? —el barón estaba a punto de perder la paciencia, de nuevo.

Fácil, o no tan fácil. Una ciudad fortaleza llena de soldados, que en vez de un oficial de rango militar, lo tenía a él. Cuestiones políticas de frontera y evitar conflictos diplomáticos. Empero, por si acaso llegara a comenzar una guerra, tenía los suficientes recursos para defenderse.

—Primero haremos redadas, desde ya, y vigilaremos los alrededores hasta la próxima luna llena.

—Entonces, no está tan mal suponer que se trata de un hombre lobo, ¿verdad? Es hasta protocolario. Y, ¿sería todo? —preguntó Leston, retándolo a que racionalizara aún más las cosas.

—No. Si no encontramos al o los culpables, esta medida se volverá semi-permanente.

—¿Semi-permanente? —el barón se sorprendió.

—Sí, habrá tropas vigilando las calles, comenzando antes que caiga el sol y así durante todas las noches, hasta nuevo aviso.

—Oh… —soltó Leston.

—¿Qué, no te parece suficiente? —no podía tragar su arrogancia, además, esto había sido dirigido al barón, y no a él.

—Pues, básico. Pero pudiera ser suficiente —ahora hacia el barón—. Como el conde de Ratanfur no está ni estará con nosotros por mucho tiempo, le daré mis informes a usted, señor Lomsanasz, porque es posible que necesite algunos recursos para…

—¿Y qué hay del alguacil? No está de chiste aquí. Tanto a mí como a él nos dará los reportes de espionaje, o eso que hace usted.

Momento incómodo, menos para Ramses Buitron que no captaba el asunto.

Nadie más dijo nada.

—¿Damos por terminada esta sesión? Como que me está dando una migraña y… Necesito un poco de flor de luna —fue lo más sincero que dijo el barón en ese momento.

Asintieron.

—Se hará expedita esta misión, su ilustrísima señoría —aseguró Peres.

Ramses quería decir algo, pero se había quedado callado. Carraspeó, mantuvo en su mente la figura de su padre, un hombre muy inteligente y de reputación intachable, y por fin tuvo el valor de abrir la boca, cuando…

Al intentar pararse, la silla en la que estaba sentado se hizo pedazos y cayó junto con ella al suelo.

Algunos de ahí no pudieron aguantar la risa, pero se contuvieron como pudieron.

—Diantres, se me olvidó decirles que en esa silla solía sentarse el general cuando nos visitaba, y dado que no pesa poco… —terminó Gustav Peres.

—¡No se preocupen!, ¡yo pagaré el carpintero! ¡Y quedará mejor…! ¡Ay, mis nalgas…!

Ni el barón pudo contener la risa.

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