Peste

—Vayan en paz, la misa ha terminado.

—Gracias a Dios —respondieron los feligreses.

La gente salió de la iglesia, poco a poco el eco de los pasos perdiéndose entre sus paredes.

El sacerdote cerró la puerta y recorrió el pasillo central bañado por los colores que se desprendían de los ventanales; al llegar al presbiterio dirigió su mirada hacia la cruz, la contempló por minutos, con sus ojos carentes de expresión. Como saliendo de un trance, volteó para otro lado y fue a la sacristía a despedir a los monaguillos y demás acólitado. Dándoles las gracias por su ayuda en la ceremonia, los urgió a retirarse; el padre parecía apresurado y de mal humor, y aunque no era común en él mostrarse así, cada día lo veían más y más ansioso.

Cuando estuvo seguro de que se encontraba completamente solo, comenzó a empujar la vieja vitrina donde se guardaban los objetos para celebrar la misa. El mueble era de madera sólida y pesaba mucho, con bastante esfuerzo lo movió apenas unos centímetros. Cada vez que hacía eso, se sentía impulsado por una fuerza interna que hacía mucho tiempo no experimentaba. Recargó el hombro y con un gran impulso la deslizó por completo. El agujero en el muro quedó a la vista. Tras recuperar el aliento se arrodilló, y mientras se introducía por el hoyo, recordó cómo había empezado todo.

Por varias noches lo invadieron sueños inquietantes, sueños que irrumpían en su subconsciente a todas horas, incluso en los momentos donde sentía más paz y devoción. Imágenes y susurros eran lo que componían esos asaltos espirituales. Durante ese tiempo sintió como se erosionaba su fe, como surgían dudas, y se dio cuenta de que conforme iban pasando los días, miraba cada vez con más suspicacia a la figura de su Padre.

Fue una noche, mientras oraba en la sacristía, que escuchó unos ruidos extraños provenientes de la pared que estaba a su espalda; primero le pareció oír una voz que lo llamaba, pero pronto la descartó como parte de lo que había estado viviendo; luego fueron unos golpeteos, ligeros al principio, después fuertes e insistentes con el paso de los inquietantes minutos. Esos ruidos no los podía simplemente ignorar, porque eran reales, y algo detrás de la vitrina los estaba ocasionando. Pero cómo, si allí no había nada más que… La única manera de averiguarlo sería moviendo el mueble, y así lo hizo. En esa ocasión descubrió el agujero y todo cobró sentido.

El recuerdo de esa primera vez hacía que le sudaran las manos y que su respiración se acelerara; hizo lo posible por calmarse y continuó su avance. Reptar por ese reducido espacio no era placentero; estar rodeado de oscuridad en un túnel que parecía no tener fin, hubiera aterrado a cualquiera, aun al más entregado a Dios, sin embargo, él sabía lo que se enconraba al terminar el recorrido. Al cabo de un rato, un resplandor apareció en la lejanía y se fue instesificando a medida que avanzaba; se hizo tan insoportable, que llegó un punto en el que tuvo que avanzar con los ojos cerrados.

Penetró en la luz y emergió en otro lado, un sitio muy diferente y que a la vez parecía parte de la misma iglesia; un ruido de cadenas chocando entre sí confiriéndole un aura todavía más perversa.

El lugar era un salón inmenso y vacío con paredes de cobre lisas y brillantes; el piso era del mismo metal, pero en estado de oxidación; el techo una nívea cúpula, en su centro colgaban meciéndose una serie de cadenas a las que se afianzaba una criatura.

El sacerdote se postró.

Un ser con forma humanoide, que pendía con la cabeza hacia abajo, se dejó caer desde su posición, y girando en el aire con una agilidad increíble, aterrizó sobre sus patas frente al párroco.

El demonio, porque eso era, tenía la cabeza, los brazos y las piernas de murciélago; de su pecho se proyectaban profusos senos y de entre sus muslos asomaba un enorme falo. Era un ente aberrante y que al mismo tiempo fascinaba, que te seducía a pesar de la repugnancia que causaba contemplarlo.

Colocó una de sus garras sobre el hombre y éste levantó la mirada. El pene de la demoniaca criatura comenzó a erguirse duplicando su tamaño, y el padre, sin perder tiempo, lo metió en su boca. Era un ritual al que estaba acostumbrado, cada vez que visitaba la morada de su nuevo Señor, le hacía una felación y se tragaba su semen; esta era la retorcida comunión entre amo y sirviente.

El demonio murciélago lo detuvo. Esta ocasión sería especial, sería la última vez que comulgarían y lo recompensaría por su devoción, otorgándole la más grande de las gracias. Lo convertiría en el portador de su legado.

Con una increíble facilidad lo levantó y lo arrojó bruscamente al piso, después desgarró su sotana y lo embistió por la espalda. Lo penetró una y otra vez con brutalidad, sodomizando el cuerpo del sacerdote de una manera inconcebible. Entre sangre y excremento, la arremetida cesó con un espeluznante y agudo chillido del demonio. Su semilla estaba dentro. De un salto llegó hasta las cadenas y sujetándose con la patas entró en su acostumbrado sopor.

 El párroco se arrastró de vuelta hacia la iglesia, su cuerpo lacerado y quebrado. Nuevamente recorrió el horrible túnel, la agonía incrementando con cada metro que avanzaba. Al llegar a la sacristía se dirigió directamente a su habitación, en ningún momento se ocupó en cubrir el pasadizo, no tenía la fuerza ni la voluntad para hacerlo.

Despertó gritando a mitad de la madrugada, el sudor bañándolo por completo. Esta vez no había sido una pesadilla lo que lo arrancó del sueño, sino un terrible dolor en el vientre; su abdomen estaba completamente distendido, la piel tan tensa que parecía que se iba a desgarrar en cualquier momento. Se paró y se dirigió a la puerta; tambaleándose, apenas soportando el intenso dolor, entró a la iglesia. Cayó de rodillas frente al presbiterio, más porque no podía sostenerse que por arrepentimiento al horrendo acto que había cometido. Ahí, con apenas conciencia, gritó retando al que había sido su Dios: El odio incontenible que brotaba en cada una de sus palabras llenó el sacro recinto.

Sabía que era su final, pero también sabía lo que tenía que hacer. Su amo le susurraba en la mente, guiándolo hasta el último momento. Con lo que le quedaba de fuerza, salió por la puerta trasera de la parroquia y sólo se detuvo hasta alcanzar el exterior. Por fin se desplomó y antes de morir vio la carne de su estómago romperse; de su interior comenzaron a emerger pequeñas criaturas parecidas a ratas, primero una… diez… cientos; ratas con cabezas grotescas y que caminaban sobre sus patas traseras, sus hocicos supurando algo viscoso y blanquecino.

El rostro del sacerdote quedó congelado en una mueca de agonía eterna, sus brazos rígidos y contorsionados. Los perversos diablillos se fueron de ahí dispersándose por toda la ciudad. Gritos se escucharon entre las calles, dentro de las casas, en cualquier lugar que alcanzaban. La peste comenzó a propagarse; a partir de esa noche, la humanidad quedaba condenada.

 

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