Ambrose

I

Aún recuerdo muy bien como era el mundo antes, cuando las luces artificiales no lo inundaban todo, cuando todavía se podía distinguir con claridad la noche del día, cuando encontrar un lugar apartado del bullicio era relativamente fácil. Tantos cambios acontecieron tan rápido y de tal magnitud, que aquellos que no supieron adaptarse sucumbieron sin remedio, como me pasó a mí.

Mi vida comenzó en el preciso momento en el que el mundo se encontraba en ese vendaval de cambio llamado industrialización. La forma de vivir de mi familia cambió a la par que Londres se convertía en una vorágine de gente y sonidos, y fue algo que me marcó para siempre; pasamos de residir en las afueras de la ciudad a ser absorbidos por la imparable marea de nuevos habitantes que llegaban a establecerse, en lo que tiempo después se convertirían en los suburbios. Mi padre, como muchos otros hombres honestos, se vio obligado a incorporarse a uno de esos nuevos edificios sin alma llamados fábricas.

Al crecer y llegar a la edad suficiente para ayudar a sostener a mi familia, no tuve más remedio que hacer lo mismo que todos los muchachos de la comunidad e ingresé a trabajar como obrero. No transcurrió mucho tiempo para darme cuenta de que no me sentía bien en ese lugar. Era un inadaptado, eso no era para mí. Conforme pasó el tiempo mi incomodidad se hizo obvia y comencé a tener problemas con el capataz de la planta y con mi padre, que siempre había sido un hombre responsable. Por eso, cuando fui despedido quedó muy decepcionado de mí y no tuvo más remedio que echarme de la casa.

De un momento a otro me encontraba en las pululantes calles londinenses, y mis andanzas entre ellas no fueron muy gratas. Para sobrevivir hice pequeños mandados aquí y allá, pero eso apenas me permitía comprar algo para comer; sin embargo, casi todo el dinero lo gastaba en la bebida. Con un alcoholismo que cada vez se tornaba más incontrolable y mi nada afortunada forma de vida, decidí irme por el camino fácil y me volví un delincuente. Al principio todo pareció ser bastante simple, solo tomaba lo que necesitaba y eso era suficiente, pero mis fechorías fueron en aumento y rápidamente todo se salió de control y terminé cometiendo actos atroces. Los simples robos ya no me satisfacían y cada vez sentía una necesidad más fuerte de cometer peores felonías. Asesinatos y violaciones se convirtieron en parte esencial de mi existir, y después de algún tiempo, mis crímenes comenzaron a llamar la atención de las autoridades, sobre todo porque mis víctimas casi siempre eran de la clase burguesa, y la policía comenzó sus pesquisas para poder atraparme. Las habilidades que había adquirido sobreviviendo en los bajos fondos me ayudaron a esquivar a los detectives que me buscaban y durante semanas seguí, impunemente, con mis inmorales placeres. Mas mi astucia no podía conseguir que eludiera mi destino para siempre y una noche, inusualmente calurosa, todo cambió de manera abrupta.

Mi caída no fue ocasionada por la policía sino por un valiente ricachón que portaba una pistola. Cuando quise robar su lujoso reloj de bolsillo, de pronto sacó su arma y sin más, me disparó en el rostro. Una vez pasado el instante de la detonación, corrí a toda velocidad alejándome de él, impulsado por la adrenalina y mi instinto de supervivencia. Con la cara ardiendo, los oídos acosados por un taladrante zumbido y parcialmente ciego (mi ojo derecho había sido destrozado por el disparo y la sangre que manaba de la herida enturbiaba mi visión con el izquierdo), me dirigí a trompicones hacia los callejones en los que solía sentirme seguro; los silbatos de mis perseguidores sonando a mi espalda. Conforme fui avanzando, el ímpetu de mi escape disminuyó y me quedé sin fuerza. No podía continuar.

Aferrándome a mi terco sentido de supervivencia, busqué desesperadamente una vía de escape. Quité la tapa de una alcantarilla y me sumergí en las cloacas para después deambular en la oscuridad hasta desvanecerme. Estaba muriendo. Hubo un brevísimo momento en mi agonía en el que recobré la conciencia; todo a mi alrededor giraba, todo estaba envuelto en una especie de bruma. Entre todo el caos que eran mis sentidos, alcancé a distinguir algo con total claridad: desde el fondo del túnel se aproximaba una silueta aún más negra que la misma oscuridad que reinaba; vi acercarse a esa sombra hasta que estuvo justo frente a mí, y con horror vi como me cubría por completo.

Mi vida había llegado a su fin.

 

II

El nombre que me dio mi padre al nacer está perdido en mi mente, sin embargo, recuerdo a la perfección el que me dio mi señor cuando renací; así como los cuidados y la atención que me brindó después del abrazo hacen palidecer a los de mi madre cuando era un niño.

La primer remembranza que tengo del inicio de esta otra existencia es el brutal dolor que sentí en todo mi ser; no sólo dolor físico sino también mental y espiritual. Parecía no tener fin mientras cambiaba a un estado de deformidad eterna. Pero al final, ni la intensidad del dolor ni la duración de éste, tuvieron comparación con el asco que sentí la vez que vi mi imagen reflejada en un espejo: mi cráneo estaba achatado, no tenía labios y de mis encías se proyectaban afiladísimos dientes como si de una cierra se tratara; la parte derecha de mi rostro presentaba un agujero en donde la bala había impactado. Toda la monstruosidad que mi alma viva había contenido, ahora se liberaba y se manifestaba en la grotesca representación física que era mi cuerpo.

Durante todo el proceso de transformación mi señor cuido de mí, resguardando mi indefenso ser de cualquier amenaza y solo ausentándose por breves periodos para alimentarse. Aun cuando sentí esa primera sed, esa incontrolable ansia de sangre, me regaló mi primera presa y estuvo ahí para enseñarme como debía alimentarme. Me guió en todo momento y estoy seguro de que si no hubiera sido por él, habría sucumbido a la locura o a una espantosa muerte definitiva. Como si de un perenne susurro se tratara, sus palabras todavía rondan mi memoria: «… tu sufrimiento y el sufrimiento que has causado en tu mortalidad han llegado a su fin; ahora te encuentras en un mundo mucho más cruel, tanto para ti como para los demás; un submundo en el que para poder sobrevivir tendrás que aferrarte ese resquicio de humanidad que aún existe dentro de ti. Por contradictorio que parezca, tienes que dejar a la bestia atrás y adoptar la compasión…».

Durante décadas esas palabras fueron mi principal motivación. Me mantuve fiel a su credo sin nunca ponerlo en duda… Hasta el día de su intempestiva desaparición.

Nunca he comprendido cuál fue el motivo de su partida. No sé si simplemente decidió marcharse o si algo o alguien lo alejó de mi lado. De lo que estoy completamente seguro es que su ausencia me destrozó por completo. El amor que sentía, y todavía siento por él, fue lo que me dotó de la fortaleza suficiente para continuar existiendo bajo sus ideales, pero, por desgracia, eso fue algo fugaz. Al estar solo tuve que aprender a valerme por mí mismo, tratar de sobrevivir y lidiar con las interminables intrigas de mi parentela, aprendiendo así a sacar el máximo provecho de mis dotes y de las enseñanzas que me dejó. Superé todas las adversidades que se me presentaron, sin embargo, no sin pagar un alto precio. Mientras más tiempo pasaba solo en esta cruda realidad, las palabras que plasmaban toda su sabiduría, fueron perdiendo sentido.

Me convertí en una pálida imitación de lo que había sido en su compañía; me convertí en un hosca criatura dispuesta a lucrar con las desventuras de los demás, en un solitario al que no le importaba nada ni nadie. La miseria me volvió cruel y comencé a regirme por mis propias normas, normas que me permitieron ser parte esencial para que otros jugaran a sus juegos de poder. El verme involucrado en esos retorcidos divertimentos me ayudó a no pensar, mas no a aliviar el vacío que sentía dentro de mí. Al final el hastío me envolvió y dejé de encontrarle sentido a todo lo que hacía; cargando con una terrible tristeza, me perdí en los laberínticos túneles del metro.

Tras pasar más de un siglo oculto, rumiando mi pena, decidí volver a emerger a la superficie; pero al pisar nuevamente las calles de la cuidad me di cuenta de que todo había cambiado de forma drástica. Nada era como antes. Tardé bastante en adaptarme a esta nueva Londres, pero al final lo conseguí. Regresé con los otros y me puse a su servicio. Pronto volví a ocupar un lugar importante entre ellos. Todo a mi alrededor parecía marchar bien, aunque en mi interior solo había apatía; un sentimiento que perduró por muchos años y solo se disipó hasta que la conocí.

Hace algún tiempo, mientras rondaba las calles en busca de alguien para alimentarme, la vi por primera vez. Era de madrugada y salía de su trabajo. La seguí. Y solo fue hasta que estuve a escasos centímetros de ella que me percaté de su belleza, una como nunca antes había conocido. Una belleza virginal e interior, y no como el vulgar atractivo que ostentan los degenerados. La noche siguiente volví a buscarla, y fue cuando escuché su hermoso nombre: Clarissa. A partir de ese maravilloso acontecimiento, comencé a sanar.

Ahora siempre la espero a que termine su jornada y le hago compañía en el camino de regreso a su casa; paso las horas observándola desde las sombras de su ventana, velando mientras duerme hasta que comienza a despuntar el alba. La protejo de todo peligro y le facilito lo que necesita. Incluso a veces le he dejado una flor y hasta me he atrevido a escribirle poemas.

Clarissa es la razón de mi existencia y no permitiré que nada ni nadie nos separe. Esta vez no perderé a la persona que amo. Quienquiera que amenace lo nuestro, desatará a la bestia que llevo dentro y no habrá marcha atrás cuando eso suceda…

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6 comentarios sobre “Ambrose

  1. Si no supiera que se ha escrito en la época actual, podría llegar a creer que este relato ha sido rescatado de entre los que nacieron gracias a la pluma de los autores de la literatura romántica del siglo XIX. El tuyo incluye varios elementos comunes con ellos.
    Dicho esto, que en ocasiones me voy por las ramas, también creo que has escrito un cuento con una trama muy bien hilada, y debo reconocer que he disfrutado muchísimo leyéndolo, tanto por él mismo como por lo que me evoca de tiempos pasados.
    Muchas gracias por compartirlo.
    Un saludo.

    Le gusta a 3 personas

    1. Muchísimas gracias por tu comentario y, claro, por leer también. Es halagador lo que opinas del cuento, que pienses que tiene algo de ciertos escritores del siglo XIX. Te reitero mi agradecimiento y el apoyo al blog en el que, bien o mal, damos lo mejor de nosotros en nuestra labor como escritores.

      Le gusta a 2 personas

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