
«¡El circo llegó!», «¡El circo está en el pueblo!».
Aún recuerdo esas palabras y la emoción que me causaban cada vez que, a lo lejos, veía venir a los camiones que transportaban los juegos y las atracciones que nos visitaban cada año. Era el acontecimiento más importante para todos los niños de la localidad, y siempre, durante la larga espera, ahorrábamos cada peso que caía en nuestras manos para cuando llegara el ansiado momento, pudiéramos disfrutar de lo que nos diera la gana sin preocuparnos por nada. También en todo ese tiempo, nos la pasábamos imaginando, tratando de adivinar cuál sería la nueva sorpresa que nos darían; porque cada vez que llegaban traían algo nuevo y maravilloso.
Así fue aquella vez, no podía ser diferente, solo que nadie se esperaba la tragedia que se cerniría sobre nosotros.
Llegaron por su acostumbrada ruta, subiendo por el empinado sendero que partía de San Ciriaco de Abajo (donde nunca se detenían), hasta entrar en el bosque que rodeaba a San Ciriaco de Arriba, nuestra comunidad en la cima de la montaña. En cuanto escuchábamos la melodía que sonaba desde el primer vehículo, todos corríamos eufóricos a su encuentro. No había persona, sin importar edad, que no sintiera mucha alegría por este acontecimiento; después de todo, nos harían compañía en los últimos días del invierno.
Al principio nadie se dio cuenta de que había algo diferente, y no fue sino hasta que comenzaron a bajar de la caravana y a descargarla, donde noté que algo no andaba bien.
El señor Castilloblanco, dueño y maestro de ceremonias, fue directamente con el alcalde y en cuanto lo vi supe que no era el mismo hombre. Antes vivaz, con una eterna sonrisa en el rostro, ahora se veía desencajado; la chispa que solía darle brillo a sus ojos había desaparecido y en su lugar se presentaba una adusta mirada. Pero no solo era en su semblante que se hacían evidentes esos cambios, ya que también lucía muy delgado y pálido; hubiera jurado que podía notar sus huesos incluso debajo del traje.
Mientras aquellos hombres importantes hablaban, los trabajadores de la feria se apresuraron a armar la carpa ayudados por muchos de los vecinos; yo y los demás niños nos escabullimos como siempre a husmear entre las muchas cajas y camiones para ver si podíamos atisbar a los cirqueros, o a alguno de los animales exóticos, pero no tuvimos éxito. A diferencia de las otras ocasiones, nadie salió a saludar y las jaulas siempre estuvieron cubiertas por gruesas mantas. Sin embargo, no podíamos quedarnos así, sin saciar nuestra curiosidad, y acordamos que una vez que se hiciera de noche, volveríamos a intentarlo.
La luna estaba brillante y regordeta cuando nos encontramos cerca de la casa de Mari, que era la última antes del bosque y la que quedaba más cerca de donde estaban instalados nuestros visitantes. Caminamos lo más sigilosamente que nos fue posible, algo nada sencillo en un grupo de niños emocionados por la travesura que estaban haciendo. Conforme avanzábamos, me di cuenta de que no se escuchaba ningún ruido y de que no se veía ninguna luz a lo lejos, parecía como si no hubiera nadie ahí acampando. Seguimos avanzando y de pronto cruzamos una espesa cortina de niebla. Del otro lado todo estaba muy oscuro, hasta la luna se esfumó, lo único que podíamos distinguir era la negra silueta de la gran carpa que se elevaba en el centro del claro. Nos detuvimos muy asustados y nos tomamos de las manos hasta quedar bien pegaditos los seis. Tras varios minutos, nuestra curiosidad, picada por lo extraño de la situación, superó al temor y nos dirigimos hacia allá.
Entre más pasos dábamos el silencio se hacía opresivo, lo único que lo rompía era nuestra agitada respiración.
Al llegar intentamos mirar por debajo de la lona, pero no pudimos ver nada, rodeamos hasta encontrar los vehículos de la caravana, ahí sí había luz. Entre los camiones, que se encontraban estacionados en semicírculo junto a la pared de árboles del bosque, una fogata apenas iluminaba lo suficiente como para distinguir un poco de lo que pasaba. Esperamos un rato hasta estar seguros de que nadie andaba por los alrededores y entonces decidimos acercarnos.
Primero fuimos hacia las jaulas, que estaban junto al campamento, e inmediatamente la de mayor tamaño llamó nuestra atención; en todos los años en los que habíamos visto el show, nunca notamos una tan grande, el animal que vivía allí debía de ser enorme. La emoción nos volvió a invadir y olvidamos el miedo que arrastramos desde que cruzamos la bruma. Beto comenzó a levantar la manta, pero justo antes de que pudiéramos ver a la bestia escuchamos, de donde estaba la lumbre, dos voces discutiendo por algo, una de ellas muy aguda.
Allá fuimos, deteniéndonos justo en el límite de las sombras. Uno de los trabajadores gritó mientras caminaba hacia la parte trasera de un camión; instantes después volvió aparecer, esta vez empujando a alguien. Pasaron por enfrente del fuego y pudimos observar a un hombre amarrado; hubo algo más, pero no estuve seguro de que fuera cierto o no: al que llevaba era a don René, el señor de San Ciriaco de Abajo que era compadre de mi tío.
No tuve tiempo de decirle a nadie, de preguntarles si habían visto lo mismo que yo, porque el trabajador se detuvo enfrente de uno de los remolques y llamó a alguien, diciéndole que dejara de molestar, que ya le había llevado su comida. De adentro salió algo que asemejaba a una persona muy delgada y con brazos y piernas tan largos que parecían los de un zancudo. Se movió muy lento hacia el fuego.
Don René soltó una mentada de madre e intentó correr, pero el que lo había llevado ante el remolque hizo que tropezara. Antes de que pudiera siquiera intentar levantarse, la horrible cosa lo agarró de un brazo y, aunque su cabeza era muy pequeña en relación a su cuerpo, su boca se abrió desmesuradamente y sin piedad alguna masticó la carne del hombre. Entre los gritos de agonía, comenzó a tragárselo vivo.
No pudimos soportar más tan aterradora visión y, sin pensarlo, salimos despavoridos pegando de gritos de regreso al pueblo. Nuevamente cruzamos la niebla y con nuestro alboroto todo el mundo se despertó. Entre sollozos tratamos de explicarles lo que habíamos presenciado, pero nadie nos creyó y terminamos castigados por salir solos de noche al bosque y por decir mentiras.
Al día siguiente no podríamos salir de nuestras casas, con lo que acabábamos de presenciar era lo menos que queríamos hacer; sin embargo, todos los demás irían al circo y seguramente correrían peligro. Teníamos que hacer algo para advertirles, para que nos creyeran.
Amaneció y todo transcurrió normalmente, no sucedió nada extraordinario. Llegó la tarde y, mientras la mayoría nos encontrábamos comiendo, se escuchó, por un megáfono, la voz de Castilloblanco invitándonos a ir a la feria y a no perdernos el espectáculo en la gran carpa, al cual no llamó por su nombre habitual, sino que repitió varias veces una palabra muy extraña, una que jamás en mi vida había escuchado: «Gorium. Vengan a Gorium, una experiencia que nunca podrán olvidar. Gorium… Gorium…».
Más tarde, mi familia se preparaba para salir, mi papá me vio hacer lo mismo y con dolor me hizo recordar el castigo. Otra vez traté de explicarles lo que había sucedido, pero no sirvió de nada, se fueron, cerrando la puerta con llave.
Se hizo de noche y en el pueblo no quedaba nadie, solo yo y mis cinco amigos…
Alguien dio unos ligeros golpes en la ventana, al asomarme vi que eran Migue y Tere; habían escapado de su casa para ir al claro y ver qué sucedía, pero antes pensaron pasar por cada uno de nosotros y yo fui el primero. Tocamos en las casas de los demás y en cuestión de minutos ya estábamos juntos: Isa, Beto, Mari, Tere y Migue, que eran hermanos, y yo.
Nos apresuramos, cada minuto perdido podría significar que no habría salvación para nadie. A pesar de nuestras intenciones no teníamos ni la menor idea de lo que haríamos al llegar ahí, después de todo apenas éramos unos niños que tendrían que enfrentarse a una monstruosa criatura. No nos detuvimos a hacer ningún plan, simplemente continuamos, ya veríamos cómo estaban las cosas, era cuestión de salir bien librados de lo que fuera que estuviera pasando.
La niebla nos recibió nuevamente abriéndonos paso hacia la oscuridad que rodeaba el campamento, Migue sacó una linterna y la encendió, pero proyectó una luz tan débil que apenas alumbró unos centímetros adelante de nosotros. A pesar de esto continuamos, el temor invadiéndonos cada vez más, haciéndonos dudar. ¿Y si mejor regresábamos y esperábamos? Quizá mañana todo estaría normal. Quizá todo había sido nuestra imaginación, como nos dijeron nuestros papás.
Seguimos adelante y pronto vimos las luces de la carpa, los colores antes brillosos, y que representaban la alegría del evento, ahora estaban opacos. Con cada paso se hacía más nítido un sonido que provenía de la carpa, un sonido dulzón que cautivaba. Nos detuvimos en el mismo lugar que la noche anterior para colarnos al interior del circo. Entramos, ocultándonos debajo de las gradas, suponiendo que nadie nos vería ahí y que podríamos observar todo lo que pasaba para hacer algo si fuera necesario. En todo momento la melodía siguió sonando, y no fue sino hasta estar en posición, que pudimos ver lo que sucedía.
En el centro de la pista, el señor Castilloblanco, vestido con su característico traje de lentejuelas, soplaba a través de un pequeño y ovalado instrumento. Por unos segundos me sentí mareado y mi visón se nubló, pero Isa apretó muy fuerte mi brazo y volví en mí. Volteé y nuestros ojos se encontraron, lucía aterrada, parecía como si fuera a estallar en llanto. Señaló hacia el otro extremo de donde estábamos y vi como por ahí entraban los que alguna vez fueran los protagonistas del espectáculo. Uno a uno fueron ingresando y se colocaban junto a su jefe. Todos, sin excepción, estaban desnudos, sus cuerpos eran imposibles, se asemejaban a los de insectos y no tenían nada que ver con los humanos: unos tenían cuellos largos, otros, en donde deberían haber estado sus bocas, mostraban mandíbulas protuberantes, algunos en lugar de manos portaban tenazas; sus formas eran muy variadas y grotescas, lo único en común eran sus brazos y piernas delgados como varas y muy, muy largas.
Castilloblanco dejó de tocar el instrumento y todo quedó en silencio. Así pasaron unos tensos instantes. Entre tanto, los insectoides se mantuvieron completamente inmóviles. De pronto, el maestro de ceremonias habló: «¡Bienvenidos a Gorium, el circo más fantástico y sangriento que ha existido jamás. Queridos espectadores, por favor manténganse en sus lugares y dejen que las estrellas del show disfruten de ustedes!». Al terminar de decir esto, todas las criaturas comenzaron a dirigirse hacia los asientos.
Nadie de los del pueblo se movió y los monstruos se abalanzaron sobre ellos, comenzando su grotesco festín.
Sangre, vísceras y sesos salpicaron por todos lados mientras los espantosos seres hundían sus mandíbulas, desgarraban con sus tenazas y devoraban hasta reventar. No se escuchó ningún grito, ni un sollozo, todos parecían entregarse gustosos a esa masacre que después entendí le daba su nombre al espectáculo.
Mari comenzó a llorar y Migue nos gritó que hiciéramos algo para detener lo que estaba pasando. Beto se puso de pie y agarró uno de los tubos sobrantes de la estructura de las gradas, Tere y su hermano hicieron lo mismo y los tres salieron a enfrentase a las horribles cosas. Isa me miró como si esperara que le dijera qué hacer, pero ni yo mismo lo sabía, estaba paralizado del miedo y así me quedé; no pude hacer nada.
En mi inmovilidad pude presenciar con detalle todo lo que sucedió: Migue y su hermana derribaron a uno y lo golpearon repetidamente en su largo cuello quebrándolo, pero unos instantes después fueron embestidos por otro par de criaturas y Migue terminó atravesado por un cuerno y Tere perdió una pierna, cercenada por una tenaza. Mientras tanto, en otro lado, la cabeza de Beto caía al suelo arrancada de tajo por las manos de un monstruo, nunca tuvo ninguna oportunidad.
Nosotros tres, que no salimos de nuestro escondite, no corrimos con mejor suerte, porque aunque estoy aquí, relatando esto, hubiera preferido morir esa noche.
Tomé a Isa de la mano y comencé a dirigirme al lugar por donde habíamos entrado, en cuanto nos movimos le grité a Mari para que nos siguiera, pero no dejaba de llorar, y cuando al fin intentó ponerse de pie, de entre las tablas de los asientos, una mano con dedos como garras la sujetó y se la llevó; lo último que vimos de ella fue el chorro de sangre que escurrió desde arriba. Salimos despavoridos por debajo de la lona.
Una vez afuera, aún sujetándola fuertemente, corrimos en dirección al pueblo. La noche, si era posible, estaba aún más oscura y nos movimos entre trompicones y caídas. Incluso así casi logramos cruzar la niebla… Casi.
Unos metros antes de la cortina que separaba a este infierno de nuestro pueblo, vimos una titilante luz delante de nosotros; al aproximarnos nos dimos cuenta de que provenía de una antorcha que sujetaba un hombre. Con la esperanza renovada al verlo fuimos hacia él hablando los dos a la vez, tratando de decirle lo que habíamos visto, que todos habían muerto y que ahora estábamos en grave peligro.
No fue sino cuando estuvimos muy cerca que nos dimos cuenta que no se movía, solo estaba ahí parado, mirándonos. De uno de los árboles detrás de él se movió una enorme sombra, una sombra tan negra que era imposible no percatarse de que bajaba por el tronco. Isa, aterrada, salió disparada rumbo a la bruma, sin embargo, el sujeto la interceptó y agarrándola, la golpeó en la nuca. La oscura silueta, con una velocidad increíble, se dirigió a mí, y cuando quedó iluminada por la llama de la antorcha, pude ver el tipo de criatura que era.
Pequeños círculos brillaron, parecían estrellas en el cielo, y si no fuera porque provenían de la cabeza de una monstruosa araña, hubiera pensado que era un visión hermosa.
Sentí mis pantalones mojados; si con lo que había sucedido antes experimenté un miedo indescriptible, el tener enfrente a una araña gigante me llenó por completo de terror.
Una de sus patas estaba a escasos centímetros de mi cara, la seguí con la mirada y vi su bulboso y negro abdomen muy por encima de mí. Comencé a desfallecer, el mundo a mi alrededor se desvanecía poco a poco; lo último de lo que fui consciente, fue de la antorcha aproximándose, pasando como si nada junto al monstruo. Después, ya no supe más…
Han transcurrido cuatro años desde aquella horrible noche, en ese entonces apenas tenía once, y ahora sirvo al señor Castilloblanco y sus artistas, mi labor es ayudar a los demás trabajadores a cargar, descargar y levantar la carpa del circo. Viajamos por el campo y nos detenemos en comunidades muy alejadas, y una vez que termina el espectáculo nos marchamos, dejando detrás pueblos vacíos pintados con la sangre y las entrañas de los que alguna vez fueron sus habitantes.
Por ahora tengo que dejar esta macabra historia e ir a despertar a Isa, la pobre me ha acompañado todo este tiempo, sufriendo las mismas desgracias que yo. Quizá en alguna otra ocasión regrese a contar más detalles de lo que me ha sucedido; quizá, si aún no me he rendido, lo haga…
👌👌
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☺️😌🤓
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Muy crack! Siempre rompiéndola con tus escritos.
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Tenebroso y oscuro, muy ad hoc para estas fechas. Saludos.
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Muchas gracias, Ana. Eso de que es muy adecuado para estas fechas es mera coincidencia. Jajaja. ¡Qué bueno que te gustó!
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