Hietihue

Hietihue

Según la oralidad Mamahueta, durante el melancólico desarrollo de un crepúsculo, una criatura que no pertenece a este mundo lamenta su enrarecida existencia posando sus alargados brazos sobre su cara, profiriendo sollozos con horridos alaridos que espantan a toda la fauna del bosque Metechihec. El primer chamán de la tribu fue el que dio a conocer esta leyenda, ya que alguna vez vio a ese monstruo de prolongados miembros, y el nombre que le dio fue el de Hietihue, que significa en castellano pesadilla (Hie) triste (‘tihue).

El efecto pedagógico de contar esta historia a los niños de ese pueblo, otrora axioma, era la de advertirles que no se aventuraran en la selva negra a la hora que cayera el Uk-Mah (“El Guardián”, el sol), ya que Hietihue se apropiaba del ambiente forestal para llorar por su inconsolable existencia, y no le gustaba ser molestado por nadie. En algunos relatos, los más grotescos, se le pintaba como un cuasi-humano al que no le daba asco la carne humana, por lo que se debía de tener cuidado en acercársele, porque si tenía hambre, te llevaría hacia su guarida y te comería vivo; experimentarías un sublime dolor del cual no te dejaría caer inconsciente, ya que sus dientes portaban un veneno que te mantendría paralizado y despierto mientras devoraba tu cuerpo, bocado a bocado.

Otros, los de ojos más místicos, decían que su platillo final era la propia alma de su presa.

Y así, usando el miedo de los rústicos, la leyenda del Hietihue pervivió por generaciones, hasta el día de hoy, que las tradiciones antiguas están prontas a perderse en la profanidad de la civilización occidental.

Fermín era descendiente de un milenario legado Pok-Pok. Algunos de sus ancestros se mezclaron con los españoles que invadieron sus tierras, pero nunca con los subsiguientes invasores, otros más blancos y rubios de habla anglosajona, absueltos de todos los propios gustos naturales. Su familia vivía en el prado, a veces frío, a veces ardiente, donde lo más curioso era la cercanía de un frondoso bosque fantástico del cual provenían muchas historias de la mitología perteneciente, pero que ya están perdidas en la incredulidad de los actuales Mamahuetas, o Pok-Pok según el estándar moderno.

Los días húmedos se volvieron helados, dejando entrar el aire otoñal por las puertas de cada cabaña de su tribu, donde se tenía la creencia que los espíritus de sus antepasados los convocaban a un llamado hacia un ciclo cero, donde todo acaba, y todo comienza; donde las criaturas que llegaron antes que los humanos renacen o salen de sus inescrutables escondites. Lamhuac y Fermín lo sabían, así como sus otros hermanos y sus padres.

Sin embargo, hubo un tiempo en donde los suyos podían ser libres en las tierras que les destinó Oo-Otil-La (La gran Gran Madre) y se podía convivir tanto con espíritus benignos como con malignos, pero ahora nomás tenían una ínfima franja de lo que fuera su original territorio, precariedad análoga al debilitamiento de sus culturas y tradiciones, y por lo tanto, acumulando una implícita hostilidad en el campo espiritual de la zona. Si antes era apropiado salir de sus chozas, no hace tanto tiempo, y colocar las figuras de sus guardianes ancestrales por el perímetro de sus viviendas, esta medida ya no la veían necesaria y más bien se volvió una actividad trasnochada que solamente una o dos familias ortodoxas la llevaban a cabo, mientras los demás tomaban un papel apegado al mundo «civilizado».

Él, Fermín, estaba leyendo un relato de terror japonés sobre un hombre que al final descubre que fue el asesino de su propia esposa, así como el lúgubre pueblo donde transcurrieron los eventos de la narración, espacio que fungió como cómplice abstracto y testigo del mariticidio. Hasta ese momento el resultado estético de su lectura había sido bueno. Después, al cerrar por un momento indeterminado sus pequeños ojos oblicuos, sintió el suave colapso de un cuerpo celeste chocando contra sus mejillas, susurrando palabras que apenas escuchó, donde ni siquiera se percató de su emisión semántica, por lo que siguió con el cuento esperando que la conclusión fuera igual de sabrosa que el punto de giro.

Vio la hora, tiró el libro y en silencio salió de su casa junto con Lamhuac, su hermano gemelo, a por aventuras en aquel bosque prohibido. Su padre no estaba, tal vez en esos momentos bebía unas cervezas en algún pub de Fresco City, y su madre se había ido con María para cocinar algo rico para la noche; sus otros hermanos ya no vivían con ellos porque se casaron con personas que no eran de la tribu, así que incursionaron en su campaña ellos dos solos.

Lamhuac tenía el cuchillo de caza de su padre y Fermín una cámara vieja que les funcionaría para captar cosas extrañas que pasaran en aquella jungla de pinos. El frío, ese frío que aturdía incluso a los sentidos más agudos, los hizo dudar en seguir con sus hazañas picarescas, pero Fermín no dijo nada y Lamhuac siguió adelante, tentando el mango del arma para reafirmar su pervertida voluntad.

—Si lobos hay, los mato como nos enseñó mi abuelo.

—Nuestro abuelo —le corrigió Fermín.

—Sí, nuestro.

En el recorrido pasaron con los Kikule, los anteriores jefes de la tribu, ahora retirados de todo liderazgo y enfocados en su propio bienestar genealógico. La vieja Apapa y su hija Pipea los miraron desconcertadas; alrededor de la cabaña se encontraban incrustados sobre el agreste suelo o colgaban avivados por el gélido viento varios objetos extraños, espantosas figuras totémicas que representaban a dioses muertos para estos jóvenes impíos. Sopelacha, el menor de los suyos, quiso salir con ellos, no obstante, Bob, la cabeza de los Kikule, lo jaló de una oreja y luego le dio una cachetada; y de lo que alcanzaron a escuchar, dijo:

—¡Los Nomek son unos tontos!

Se referían a los de su familia, a los de su legado. Lamhuac se sintió ofendido, le entró una rabia con la que deseó rebanarle el cuello a ese idiota Kikule, que poco o nada tenía de afecto hacia los que perdieron su fuerza debido al hermetismo con el que habían vivido; su hermano lo tomó del hombro con suavidad fraternal, y volteó a verlo para comunicarle un mensaje mudo, el cual entendió intuitivamente. Siguieron su camino.

Escucharon música de rock campesino en la última casa, la más elaborada de todas, donde vivía un Pok-Pok de mediana edad llamado Barriga Negra, que estaba tomando cerveza barata con un hombre blanco de quien no recordaban su nombre. Cuando los beodos los vieron con esas caras de extraña resolución saludaron, y para amenizarles el viaje subieron el volumen de la música, mientras simulaban que tocaban guitarras eléctricas; ambos tenían fatales voces de barítono.

—¡No se queden mucho tiempo en el bosque, que de las hojas marchitas los espíritus vuelven para espantarnos! —rieron aun tocando sus instrumentos invisibles; sin embargo, en Fermín creció un miedo inexplicable, aunque le dio pena expresárselo a su mellizo.

—Malditos borrachos. Maldita cerveza. Maldito alcohol. Bien dijo mi abuelo que esa fue la perdición de nuestro pueblo y por eso ahora nos llaman los Pok-Pok —se quejó Lamhuac, sin mirar a los vecinos que los saludaban alegremente.

—Porque Beben-Beben.

—Sí, como tu inútil padre.

Siguieron caminando un tramo, todavía a unos cuatrocientos metros de los grandes pinos.

—Si tú sientes un orgullo por nuestros antepasados… ¿Por qué romper la ley de no salir en los días de otoño? —preguntó Fermín.

De nuevo, el aire soltó una advertencia, pero aquellos oídos ya no escuchaban, ya no entendían, como lo hicieron los dignos Mamahuetas. Lamhuac, con cara malhumorada, escupió a la tierra fértil para expiar sus improntas dudas del pasado.

—Tampoco es que sea un tonto supersticioso…; y sí, creo que los que nos antecedieron eran más valerosos como guerreros y mercaderes, pero lo que es ahora de los Pok-Pok es una  comunidad de viciosos pronta a extinguirse y…

—… Y el gobierno invierte muy bien en eso. Palabras de mi papalika, nuestro abuelo.

—Sí. Mi abuelo.

Pasaron por una pequeña área elevada, traspasada por lo que fue un río, ahora una vereda seca nombrada Upak-Luk (El Antes Vivo). En el monte y sus obstáculos naturales, se encontraron con olores ricos en su frescura.

Cuando sus pasos se volvieron ruidosos, estos se contrastaron con los silentes sonidos de la naturaleza que los apabullaron en un instante; las piernas les temblaron, los dientes también, y no era por el clima adverso, que no era ni la mitad de helado que puede ser en invierno, sino era por algo que trascendía a las sensaciones corporales, que los vigilaba como si fueran intrusos de sus maliciosos dominios.

Se miraron y con eso fue suficiente para darse valor. Ellos sabían enviarse mensajes breves sin abrir la boca, hasta de las emociones más complejas; alguna vez soñaron lo mismo en una intranquila noche, un sueño que siguen recordando, y lo harán hasta en su lecho de muerte. El que uno estuviera acompañado del otro, les daba un poder sobrehumano para salir adelante, hasta de los golpes que les propinaban su madre y padre, o los de peor efecto, esos de su hermana mayor, una mujer sádica que se casó con un italiano igualmente de mal carácter.

Las hojas crujieron y los animales de la espesura observaron a los retoños de los humanos; incluso esas criaturas salvajes podrían ser un peligro para ellos. Uk-Mah, cansado de ser el astro rey, reflejaba su luz como luna de otro universo, una esfera de escabroso brillo, adulterado por los imperecederos insumos de locura y depravación. Los mellizos miraban de un lado a otro, esperando encontrar algo interesante… o tenebroso. Fermín tomaba sus fotografías y Lamhuac blandía el cuchillo, tales cazadores de fantasmas se sentían, que en la imaginación de cada uno se veían como bizarros aventureros, maniobrando extraordinarias piruetas, dando golpes de precisión perfecta a bestias descomunales.

Fermín se sentía un héroe… que al final de su cuento moría.

—Lam, tú dijiste que el lago estaba más cerca…

—¡Demonios, Fer! Qué no ves que estoy viendo por todos lados por si un lobo llega…

—¿Un lobo? Lam, desde hace tiempo que no se tiene a la vista un lobo en Metechihec, no es como para que andes de bobo buscando lo que no hay.

Lamhuac no hizo caso a su hermano y siguió con lo suyo, avistando a enemigos mortales imaginarios.

—Vale, pues. Igual, yo creo que el lago está aquí cerca, por donde te dije que parecía haber visto a un hombre feo y grandote… —le dijo Fermín.

—Siempre pasa lo mismo contigo, crees que el lago está aquí o allá, que el tal abedul es nuevo y tiene forma humana; pero en verdad siempre estuvo ahí y es igual a todos los demás… Te metes tantas cosas en la cabeza con lo que lees, que creo que ya no vives en la misma realidad que nosotros —Lamhuac le contestó como reprimenda, mirándolo de reojo.

—En otra realidad, eh… —chisteó— Y a ti te hace falta leer.

—Tengo suficiente con las historias de mi abuelo.

Fermín se sintió insultado, le molestaba en demasía que su hermano se apropiara de todo, hasta de su familia, como si Fermín no fuera parte de ellos; como si no hubiera suficiente evidencia en el paralelismo de sus físicos.

—Pues yo leo porque no hay mucho qué hacer en casa ahora que ya no vamos a la escuela. Además, los libros que nos envía el gobierno son aburridos y me divierto con los que me consigo en la librería de Jars & Gobbles en Fresco City.

—Pero esos textos son muy tontos, no tienen nada de realidad. Entiende, nada de lo que nos dan es nuestro, ni en la librería esa…; todo es tan ajeno como esta chaqueta del puma que se quedó suspendido en un salto.

Rieron los dos. Necesitaban relajarse y eso los ayudó.

—Hace poco leí una historia sobre el líder de otra tribu… —Fermín quiso seguir conversando.

—¿No es de los disparates que terminan con naves o de un vampiro en un castillo viejo y feo?

—No, nada que ver.

—Bueno. Sigue.

—Era de otra tribu, allá por el suroeste del continente.

—¿Cómo se llamaba su tribu?

—Algo con una «Y», no se me viene bien a la memoria. Hablan español, como algunos de nuestros ancestros.

—Ellos también provienen del hombre blanco que se antepone a nuestro guardián, el invasor Uk-Mahlal.

—Sí. Bueno. Ellos, de hecho, pelearon contra el hombre blanco y lo hicieron mejor que ninguno de nuestros pueblos; de hecho, todavía siguen en lucha.

Eso captó la atención de Lamhuac.

—¿En serio?

—¡Sí! Sus historias son de guerras cruentas contra aquellos que saquearon sus suelos y les quitaron a sus señoras. Danzan como los venados, hasta los rumores dicen que hablan su idioma y entienden los sentimientos del valle que les robaron, y ellos algún día volverán a resplandecer como lo hicieron antes.

—Interesante —Lamhuac siempre era agradecido cuando le contaban algo que le hiciera sentirse orgulloso de ser indio en mundo de ladrones con traje y corbata.

—De hecho… —un ruido extraño paró en seco lo que iba a decir Fermín.

Era… un sonido que se asemejaba a una melodía.

—Vamos, no pares —le incitó Lamhuac.

Con cada paso aquel murmullo se volvía más claro y tenso; ¿sería que alguien se perdió en este traicionero bosque? Tal vez estaban en busca del lago que ellos querían visitar, o quizás era un lobo… Los lobos, según su abuelo, también podían cantar.

No. Los lobos emigraron, se alejaron de la civilización… ¿O sería que las leyendas eran ciertas? Había una criatura terrorífica, y mítica, por supuesto, que terminó con algunas especies depredadoras, entre ellas los humanos que osaron vivir ahí, así entre estos árboles de pesadilla.

—Escucha bien… ¿está llorando? —preguntó Fermín.

—No lo sé. No lo sé —sacó su cuchillo.

—Tengo miedo.

—Yo también —tragó saliva.

Aquello se volvió un espacio fantasmal: parecía que el sollozo hacía conjunto con un extraño movimiento en el aire y de ello la hojarasca bailaba una otoñal danza fúnebre; ningún ser vivo se atrevía a asomarse, era tiempo de quedarse encerrado, escondido, y de ahí no más. Los jóvenes poco o nada sabían al respecto, pero les hervía la sangre con las ganas de experimentar algo nuevo; salir de sus tristes y aburridas rutinas, de aquel ostracismo en que vivían sus congéneres y compatriotas; porque en el mundo civilizado, con tan solo ver sus caras, morenas, duras y adustas, los pasaban por enemigos del progresismo, y la bienvenida se tornaba en una maldición en cada intento de involucrarse con los demás.

—Es horrible… —masculló Fermín. Su hermano no dijo nada porque también estaba espantado.

—Creo que… tienes razón… mejor nos vamos…

Estaba listo para la retirada, pero Fermín siguió adelante.

—¡Maldita sea, Fermín! Yo soy el valiente y tú el asustadizo, y ahora… —llamó su atención en voz baja— Estoy casi cagado y tú sigues como si esto no sonara a peligro…

—No… es… su voz… Dice algo… importante.

—¿Qué…?

—Nos dice algo.

—¿Qué cosa?

—“Venid, que el destino nos… Enreda…”.

—¿Qué dices?

—Eso… Lo escucho casi claro.

 —Estás loco. Son tus libros. Tus mañas de moreno con máscara blanca. Yo me voy.

Lo detuvo Fermín.

—No, ven.

—¡No…! Ha de ser un…

—No es un monstruo.

—Lo que sea, un fantasma.

—Los espíritus, decía el abuelo, no nos pueden hacer nada si no se los permitimos.

—Entonces yo no se lo permitiré volviendo a mi casita…

Y siguió, sin importar las palabras infundidas de terror por parte de su hermano.

—Maldita sea… —Lamhuac no le quedó otra opción que acompañar a su doble genético.

Con el sigilo que les permitían sus pequeños pies, pasaron por un claro diferente a otros que vieron del bosque, y en éste seres humanoides danzaban en una fiesta llena de silencio; las pisadas, los brincos, las carcajadas, todo enmudecido, y su hermano pasaba como si no le importara aquella festividad macabra.

Caras anómalas, con más pies que brazos, o más brazos que pies; cortes, heridas púrpuras o sanguinolentas; belleza en un cuerpo horrible; horripilantes rostros con talles de Adonis, que comían de sustancias que pronto pasaban a tintas rojas que manchaban sus bocas o anos, estos últimos ejerciendo un oficio inverso al de su teleología. Lamhuac estaba a punto del pánico, mas aquel melifluo canto también lo llamaba, dándole el valor indispensable para avanzar.

Los árboles no estaban ya en sus poses regulares, que ahora, presentando sus vestimentas reales, daban la bienvenida a los humanitos que andaban en sus veredas… ¿eran caras de mujeres y hombres? ¿O qué era lo que estaban viendo con sus propios ojos?

—Fermín… —Lamhuac quiso gritar y en su lugar soltó un gemido.

El sonido del agua, una corriente tranquila, serena… y un risco en medio del lago que ahora estaba frente a ellos.

—Aquí…

—Ya, estamos en el puto lago, ¿nos podemos regresar? —Fermín no le respondió porque solo tenía ojos, oídos y boca para el lago. Lamhuac tuvo el presentimiento que, hiciera lo que hiciera, su hermano estaba perdido y nada podría hacer por él… ¿O esto ya había pasado? Algo familiar rondaba en al aura del lugar. O podría intentar…— ¡Fermín! Por favor, despierta, parece que algo te agarró y no te suelta…

De las pupilas dilatadas de Fermín emergió un ser alargado, casi un gigante, que tomó forma en la punta del risco, en la dirección hacia donde miraban con sus dulces ojos. Lamhuac tragó saliva y peleó contra sus emociones para no caer en una histeria irreversible.

Pasos. Lentos. Seguros.

—Los malditos espíritus… no debimos venir a verlos ni a este puto lago… —tenía los párpados bien apretados, viendo a su interior, evitando percibir lo que pasaba fuera de su mente—. Fermín, por favor…

Los minutos se diluyeron en breves segundos, así fue como el Hietihue se quedó parado en seguida de los niños y los miraba atentamente.

Lamhuac temblaba, lloraba; el sudor frío lo dejó empapado y casi se desmaya. Una voz advenediza entró en su cabeza como murmullo, luego fue claro su mensaje.

No temas —dijo la voz.

¿Qué…? —Lamhuac no abrió los labios.

No temas, retoño humano.

Lamhuac viró su cuerpo lentamente, hasta mirar de frente a la criatura que ahora estaba con ellos. Abrió poco a poco los ojos, y…

Era horrible y maravilloso a la vez: alto, flaco, desnudo, de un color verdoso, y un torso desproporcionadamente más pequeño que sus extremidades; la cabeza igual de larga, y una cara repulsiva que sonreía y sonreía, con dientes enormes, ojos alegres que lloraban, y una voz que representaba el silencio del bosque y a sus espíritus. No tenía sexo aparente.

No temas… que al final todo se enreda, viene como marabunta desde varios puntos, porque así… debe… de… Ser.

A Lamhuac se le había quitado el poder del habla, estaba conmocionado.

Estoy seguro que la tradición oral de su tribu les prohibió entrar al bosque en estos aciagos tiempos… ¿O ya ha pasado tanto que se les olvidó? —su cabeza giraba en movimientos que solamente a una ave rapaz le eran posibles—. A mí nunca se me olvida lo que hicieron conmigo los míos… —las lágrimas salieron como fuentes de su cara— El terror… —una suave risa que parecía un melancólico gimoteo— También los míos me olvidaron aquí, hace cientos de miles de años humanos… Creí que volverían por mí… Quizás ellos ya no existen… Quizás… Yo ya no existo…

Era muy tarde. Fermín seguía poseído. Todo estaba perdido. Su cuerpo ya no era suyo, como el de su hermano. El Hietihue miró a un lado, como si fuera la evasiva a un amargo sentimiento que cayó como saeta en su pecho. Amargura. Dolor. Era un mensaje etéreo que le llegó a Lamhuac.

Un espectro violáceo los enarbolaba a ellos, extraño y misterioso.

Oh, el velo entre dos universos semejantes… —dijo el Hietihue—. La vida puede ser un sueño… y los sueños… ¿sueños son? —se tomó unos instantes para ahondar en sus milenarias reflexiones— Cuando me pongo muy, muy triste, también me da mucha, mucha hambre…

El castañeo de los dientes de Lamhuac.

Pero la suerte por fin me mira… —ahora sus espantosos ojos los observaba— ¿Quién de ustedes será el primero que me quite el hambre?

La cámara de Fermín cae al suelo y es absorbida por él.

Desde afuera de la casa de los Nomek, la familia austera, pero alegre, pone en sus respectivos lugares las representaciones de sus antiguos dioses, así como dos figuritas de lobos casi idénticas, solo diferenciadas por el color blanco y negro, ambas representando a los hijos no-natos por un lamentable aborto natural; gemelos que pudieron ser bellos y traviesos, que ahora forman parte del panteón lupino de los guardianes de su familia, y de aquellos que todavía recuerdan que fueron carne antes de pasar a ser sueño y extinción.

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