
Todos vieron cómo era asesinada y luego violada, pero nadie hizo nada.
Así murió ella, en un viernes 13 de 196X.
Aquel día fue destinado a ser trágico, alguien las debía de pagar con sangre y sufrimiento; sin embargo, que una linda muchacha, inocente, tranquila, cansada de trabajar en el bar, fuera la víctima, nadie lo podía creer.
Ella, Francisca, pensaba en dejar su trabajo, irse de vuelta con sus padres y tirar todo por la borda. Sus expectativas no estaban saliendo como ella esperaba. Quizás un poco más de esfuerzo, quién sabe… o mejor irse, lejos, volver al pueblo de su procedencia, vivir de las anécdotas de su anciana abuela y morir como ella, en una existencia pacífica sin temores al fracaso.
Justo antier, después de que no tuviera una sola propina en el trabajo, fue a una audición a la que por fin la tomaron en cuenta, ya que a lo largo de 8 meses solamente acudía a audiciones para comerciales o de extra. Esta vez sería un buen rol secundario, de un personaje que le pareció inolvidable con las pocas líneas que pudo leer del respectivo guión. Las estrellas se acercaban y danzaban junto a ella aquella vez que supo de su pequeña victoria.
No obstante, desde que llegó a la audición, le advirtieron que no era necesario tomarla en serio; ya habían elegido a alguien, a una chica de temprana carrera sobresaliente, hija de un gobernador polémico pero importante para la farándula. Quedó consternada, como si le hubiera caído un piano encima, y en vez de romperla, hacerla añicos, la dejó congelada en un estado álgido de dolor constante. Así regresó a su casa, con la esperanza que un automóvil la atropellara o que algo la asesinara en aquel momento.
De hecho, lo gritó, en ese momento que pudo volver en sí, aulló:
—¡Mátame, vida! ¡Mátame de una vez…!
El miércoles 11 ella deseó morir; y las lágrimas brotaron naturalmente. De ahí, al no sopesar que algo la podría atropellar, o matar por sorpresa, un silencioso aleteó se acercó a su compungida presencia, y los ojos desgraciados amarillos asestaron con sus garras en el fino cuello de Francisca. Ella, por inercia, se asustó; vio el ligero manchón de sangre, apenas un rasguño, y observó detenidamente cómo aquella ave nocturna aleteaba para irse más y más alto, hasta perderse en un rascacielos que estaba cerca. Pero volvió al dolor, al dolor interno, ese que con ninguna vacuna es posible evitar. Y nada la pudo componer aquel día, que terminó llorando toda la tarde, toda la noche.
El recuerdo de Pedro vino a su cabeza, lo cual hizo empeorar todas las cosas.
En la mañana siguiente, cuando renacieron los pensamientos pesimistas, primero le habló a una amiga suya, la clarividente Casandra, para que le diera una señal y saber si iba por buen camino. Cuando Francisca le contaba a su amiga que ella había ido con el productor que al fin le dio un ojo a su persona, empero, en vano, porque volvió a su casa sin nada en los bolsillos, ni promesas.
De las tantas lágrimas que cubrían sus pensamientos, casi pasa por algo un detalle más extraordinario que el asiduo rechazo laboral: una criatura alada, posiblemente un búho o una lechuza, la atacó, sin embargo, ya muy confundida en su pesar lacrimoso, le pareció un hecho banal y mejor llegó a apartamento, se curó, y trató de olvidar todo con llanto extenuante.
Un llanto que todavía no puede parar.
Casandra, su amiga, no contestó nada. Se quedó callada. Usualmente ella, de naturaleza parlanchina, hubiera asestado con una frase matona a cualquier caso que se le proveyera, no obstante, aquel silencio que propinó a su querida amiga Francisca, no le dejó antojo de seguir con su historia.
Alarma.
Alarma.
—Cisca, por nada salgas hoy o mañana.
—Ay, Casia, estás loca. Tengo que trabajar. Ya dijo don Raúl que si me pasaba otro día llorando, más bien me iría a volverme con mis padres allá en el rancho. Y tal vez tenga ra…
La detuvo con un sonido violento.
—Escúchame bien y no ignores a mi advertencia.
Francisca quedó extrañada.
—¿Advertencia, dices?
—Sí. No salgas, por nada del mundo. Quédate en casa, o llama a Pedro…
—No, a él no.
Tomaron un momento para volver a la plática.
—Bueno. Yo compro un pasaje, no importa que me salga la mitad de mi salario, pero no salgas por nada.
—¡Estás loca! Tú sí que no debes salir de donde estás, podrías perder un día o dos de clases en la universidad, y eso costaría todos tus sueños. Estás loca, te digo, Casia, esta vez no me parece que tengas la razón.
—¡Ay! ¡Es en serio! ¡Tonta, entiende! Qué importa lo mío si algo malo te va a pasar; tienes que quedarte en un lugar seguro, tan así que es mejor que ni vayas al trabajo, ya es demasiado riesgo para ti.
—Entiende que no. Sólo fue una puta ave…
—A ver, dime, específicamente, ¿cómo era esa ave? Descríbemela. Y deja de llorar, en serio, andar causando lástima de nada te va a ayudar.
Francisca se sentía ofendida. Parecía que una madre estaba regañando a su hija, haciéndola ver como si no estuviera en sus facultades mentales. Bueno, esto casi siempre pasaba en sus llamadas, solamente que en esta, en especial, las cosas estaban yendo un poco más lejos de lo normal.
—Perdón si te he ofendido —Casandra tenía muy buena intuición, sabía que su amiga se sentía injuriada de alguna manera—, no era mi intención. Tú sabes que eres mi amiga del alma, la única que creen mis cosas sobrenaturales, la única que me defendió cuando de pequeñas nadie entendía mis cosas.
Esas palabras tranquilizaron a Francisca. Realmente era su única amiga, las demás personas, queridas o no, eran vestíbulos pasajeros en su morada existencial.
—Mira, no lo tengo muy bien en mi memoria, pero tenía las típicas patas largas, con garras, que me hace pensar que hasta podría ser un halcón o un águila…
—Lo dudo —le dijo a Casandra, que ya sospechaba de lo que era.
—Bueno, si no fue eso, por lo menos algo en su cabeza era grande y redondo…
Sí, lo recordó. Algo extraño había en ese detalle.
—¿Redondo? ¿Y chato? Como las estrigiformes.
—¿Los estrigi qué?
—Olvídalo. Tú sigue.
—No sé, eh, era de noche y obvio que mi vista no estaba bien por la oscuridad y las lágrimas…
—Lágrimas, sí, sí… y sigue recordando, intenta darle más esfuerzo.
—¿Para qué?
—Tú hazlo. Por favor.
—Bueno, bueno… si lo pienso bien, de eso que fuera un búho, o lo que sea, me fijo bien en la memoria de su figura y…
Tardó un rato. La silueta cada vez cobraba más vida en su cabeza. Como lo había supuesto, algo raro había ahí.
—¿Y…?
—Es extraño, Casandra. No sé qué me pasa, pero ahora que me obligas fijarme en esos detalles, pienso que se me pasó mucho de aquella noche.
—¿Ah, sí? ¿Como qué?
—Cuando iba camino de regreso a mi apartamento, juro que siempre me sentí observada. Sentía un peso en mis hombros, lo veía como algo oscuro, malevolente. Creí que era mi depresión, ¿sabes? Pero más de una voz pasó por mi cabeza, sí, y no era mía, la propia mía.
—Era como… ¿algo inhumano que daba calosfríos?
—¡Sí! Una orden, era una orden.
—Madre santísima… —apenas se pudo escuchar esta plegaria de Casandra, por eso Francisca siguió con lo suyo.
—Era algo como… “Acaba” o “Acaba con todo”, y luego “El final te ve”. Después, perdón, porque me da pena, fue cuando le pedí a la vida que me desapareciera, que… pues… me matara.
—Entiendo —dijo gravemente.
—¿Entiendes…? ¿Te ha pasado?
—No personalmente.
Cada una por su lado se quedó pensativa al lado de su auricular. Una extraña presencia seguía a Francisca, ella lo sabía, pero prefería ignorarlo; sentirse segura era mucho mejor, admisible, lo necesario, porque si no, se tiraría desde el piso donde estaba su apartamento.
—Dime, por favor, con tu preciosa boca de Francisca Sotomayor, que no saldrás por lo menos ahora.
Francisca vio que afuera de la cabina ya había una considerable fila viéndola con ojos de desprecio y angustia; no era la única con urgencia de hablarle a un ser querido. Capaz y lo que le pasó a ella ya había sido algo masivo, comunal, de esto mucha gente tenía la necesidad de llamarle a alguien para buscar respuestas a lo tenebroso que es ser arañado por una ave nocturna.
—Está bien. No saldré hoy.
Era mentira.
—Gracias, Francisca, no sabes lo tanto que me hace descansar que hayas llegado a esa decisión.
—Sí… bueno, ya me voy, hay gente afuera esperando, luego te marco…
—Espera, una última cosa.
—Sí, sí, rápido. Y gracias por todo lo que me dices.
—De nada. Pero dime esto que me dejaste a medias: ¿qué forma tenía esa ave? Nos quedamos en su cabeza…
Francisca volvió a ver a las personas allá afuera, en condiciones psicológicas peores que las de hace unos instantes. Tenía que terminar la llamada ya. No obstante… algo se le vino a la mente, quizás la adrenalina le ayudó en esta empresa. ¿Era una cabellera o la noche que cubrió las dimensiones de aquel ser? No estaba segura…
—Dime, Francisca, ¿tenía algo fuera de lo común…? Tal vez manos…
—No —rio, se le hizo gracioso y espeluznante al mismo tiempo la posibilidad de haber visto una criatura voladora con manos como los humanos. Definitivamente ese no era el caso.
—O… ¿cabello?
—¿Cabello?
—Sí, cabello, como el nuestro, tal vez más largo.
Se lo pensó mucho. Y la aterró.
—Creo que sí… no sé si la noche, la oscuridad… O no, sí le llegaba a lo que consideraría la cadera del animal ese… ¿Pelo? ¿Cabello…?
La respiración de Casandra aumentó, se percibía desde el auricular de Francisca.
—Por favor, por nada del mundo salgas. No puedo decirte más porque me están avisando que tengo un pendiente de última hora en el trabajo. Creo que mi jefe tuvo un micro-infarto. Te amo amiga, y te quiero segura —casi rompió en llanto—. No sé qué más decir.
—No te preocupes, Casia, todo estará bien… me quedaré en casa y allá las cosas con tu jefe no serán tan terribles.
—Gracias, gracias… me voy. Te quiero. Chau.
—Chau, amiga.
Colgó.
12 de octubre.
Era de tarde, su corazón palpitaba muy fuerte. Apagó el ventilador y dejó que el viento de afuera sacara los malos olores del caño. Hacía un frío horrible, era extraño; se sentía un invierno intruso haciéndose pasar por otoño. Hace tiempo que dijeron que iban a arreglar el asunto, pero nadie hacía mucho por eso. Tal vez se acostumbraron a los malos olores que provenían del infierno que está justo debajo de la ciudad, así como sus horarios específicos en que les enviaba un mensaje apestoso para que no lo olvidaran nunca.
Cuando Francisca abrió la ventana, por un momento sintió que ésta la tomaba por sorpresa y se la llevaba consigo. La respiración se le cortó, aun así, se hizo para atrás y no le asustó mucho aquel percance. Alguna voz seguía llamándola y ella no hacía caso. Quería mantenerse tranquila. En paz. Volvió a la cama, estaba leyendo una revista de viajes que le regaló un cliente del bar. Miraba las imágenes que le cautivaba, de lugares lejanos y extraños, de esos que los pensaba imposible visitar. Casandra algunas veces le platicó sus idas a Europa y México, en este último contándole sobre las pirámides del sol y la luna, construcciones fuera de este mundo, que no dudaba que pronto se volverían algún tipo de patrimonio mundial.
Quería viajar, lejos, deshacerse en millones de partículas, e irse a un lugar donde no era necesario luchar por ser aceptada en connivencias capitalistas, sino ser en comunión con el todo…
Ella solamente quería salir, estaba acostumbrada a que sus piernas se movieran, se ejercitaran en el vaivén de conseguirse el pan de cada día, en encontrarse con nuevas personas para platicar de sus días buenos y días aciagos, sin embargo, le había prometido a su amiga Casia que no saldría, aún si esto significara perder el trabajo y ahora sí tener que volver con sus padres, o vender su propio cuerpo.
No, no. No podía permitir eso.
Movió su cabeza hacia a un lado, porque sintió que alguien la estaba viendo. Y nada. Nada. Estaba sola, era lógico. Un pequeño cuarto que tenía todo lo necesario para vivir, incluyendo cocina y baño, nadie quisiera vivir tan apretujado como ella lo hacía. Hasta un violador se sentiría incómodo de entrar en un lugar así. Eso la tranquilizó y se dispuso a lavarse la cara, las manos.
Tendrá que romper la promesa que hizo con su amiga, no podía darse el lujo de quedarse tirada y esperar a que el mundo girara en su contra cuando ella se encontrara inactiva. Para nada eso. Ya era un poco tarde para salir a trabajar, pero no importaba, de todos modos don Raúl abría más temprano, a sabiendas que los típicos borrachos llegaban temprano a malgastar lo poco que tienen; si no, se pondrían ansiosos, la pasarían de peor humor.
Así fue como Francisca salió de su humilde apartamento, apresurada por ganarse el pan de cada día.
Aun cuando le mintió a su amiga, rompió su promesa; aun cuando alguien la miraba, y siempre la estuvo mirando.
Después de un arduo trabajo, aguantando los coqueteos o improperios de algunos briagos, Francisca se quedó con la buena vibra de algunos de ahí que siempre le contaban historias extraordinarias, casi siempre de viajes por avión o por mar. Las del mar le gustaban más. Le excitaba pensar que algún día sentiría ese exquisito mareo del bamboleo de un barco sobre un indómito océano, y que la fresca brisa le avisara que ya no está en el mismo mundo de siempre, sino en uno antiguo, distinto, disconforme con lo mundano, siempre atento a las cosas más terribles y maravillosas que podrías imaginar.
De su ensoñación despierta porque don Raúl y Porfirio se le quedaron mirando expectantes.
—¿Eh, qué pasa?
—Mija, te ves extraña —le dijo don Raúl.
—¿Qué? ¿Por qué? —le preguntó, todavía un poco perdida.
—Así, un poco pálida… y alegre. Así he visto a algunos muertitos, y me dio cierto pesar. Porfirio fue el que me lo comentó y luego-luego vine a verte.
—Yo estoy bien. Qué miedo lo que dice, don Raúl.
—No, mijita, escúchame bien —Porfirio, ya algo borracho, pero consciente—. Le avisé a tu patrón esto porque me preocupó tu carita. Y tiene razón. Yo he visto morir a mucha gente en esta vida, casi todos tenían la forma de tu linda cara, y no quise nomas quedarme embobado tomándome mi última cerveza, ¿sabes?
«Morir», «muerte», «muerto», palabras que no salían de su cabeza durante estos días. Ahora sí le estaba preocupando. Don Raúl le tomó la presión de la mano y vio que se encontraba estable.
—Está normal, Porfirio, bien sana. ¿Será que te has desvelado mucho? ¿O algo te preocupa?
De pronto ella sintió un mareo, fue extraño. Quería sentirse alegre, feliz. Hace no poco alguien le tomó una foto que serviría para presentar el bar en un periódico local, y se sentía emocionada, vivaz. Capaz y alguien la mirara y le hablara para darle un papel importante en una película o serie.
Y no. Con tan sólo mencionarle este tipo de sortilegio, sintió las palabras pesadas de Casia y las de aquella noche…
—Mija, espérate tantito, otra vez te veo mal, más pálida.
—No, no, estoy bien… es tan solo que… ¿podría irme a mi casa? Sé que falta menos de una hora, pero preferiría irme ya.
Don Raúl estaba realmente preocupado.
—Eh, Raúl, haznos el favor y llévatela en tu troca. Capaz y en medio camino se nos desvanece y se da contra el pavimento; eso podría ser muy grave, eh.
—Pues claro. Bueno. Panchita, ¿no quieres que te lleve? Nomás dame media hora para cerrar y sacar a todos los borrachos.
—Eh, aquí estoy —dijo Porfirio.
—Sí, a ti también te incluyo, bribón.
Francisca se sentía rara, en efecto. Otro de por ahí, un tal Juan, o no recordó bien su nombre, llegó con ellos, también con aires de preocupación. Eso le molestó, no quería a otro que le dijera admoniciones escabrosas que le hicieran sentir más mal.
—Oigan, ¿qué le pasaba a ese loco que estaba en la esquina…? —su tono borracho le hizo casi reír a don Raúl, desde en ese momento no quería tomarlo en serio.
—¿Qué dices tú? Vete, anda, ya pronto vamos a cerrar. Tómate tu cerveza o la tiro en tu cara.
—Oh, pues, tranquilos. Yo vengo en buena lid, muchachos.
—A ver, pues, qué jodidos quieres decirnos —don Raúl no toleraba mucho a los borrachos cuando ya estaba a punto de cerrar. Era natural.
—Es que, ¿no se dieron cuenta…? —le dio hipo, su diafragma se convulsionó de manera graciosa, pero prosiguió— Había un loco ahí que no paraba de ver a nuestra Francisquita…
—Eh, eh, más respeto. Es Panchita y no es tuya, cabrón —le dijo don Raúl, mientras Porfirio se reía a sus cuestas.
—Mira, yo la respeto mucho a ella… la apreciamos, y no queremos que le pase nada malo.
—Sí, sí, está bien, gracias. Anda vete, termina tu cerveza —siguió don Raúl.
—Bueno, me voy… —ya se iba, y volvió rápido con ellos— Pero les digo algo, todos dicen que parecía mujer, muy raro ver eso por aquí… y lo peor, es que de la nada desapareció; así, como el humo —lo representó de una manera involuntariamente cómica y ellos se echaron a reír, hasta Francisca.
Sin embargo, los compañeros de bebida del tal Juan no reían para nada. Parecían asustados, o preocupados, como él.
—Bueno, pues, ya nos encargaremos de es. Luego le hablamos a un cura a que venga exorcizar este lugar; ¿está bien? —a don Raúl le parecía divertido eso, sería un buen cierre de jornada. Lo raro es que no hace poco estaba consternado por el estado de salud de su trabajadora estrella, Panchita.
—Sí, es buena idea, jefe…
Y Juan se alejó con los suyos.
Don Raúl le iba a decir a Panchita que se esperara un rato más, pero ella ya estaba lista para irse.
—Oye, ¿qué haces?
—Ya me voy, don Raúl. Realmente no creo aguantar un rato más. Gracias por quererme ayudar, pero no se preocupe tanto, sé andar por la calle en lugares seguros, y creo que hay suficientemente gente afuera a estas horas, ya que muchos mañana no trabajan.
Era buen punto, y a la vez siempre malo. Las inexorables víctimas de algún percance siempre piensan así. Para lo que pasaba, este era un planteamiento un tanto absurdo. Ella tenía que esperarse un tiempecito y luego irse con don Raúl en su vieja troca. No pasaría nada. No debería de pasar nada.
—Panchita, mejor quédate un rato más, tiene razón tu jefe, un ratito más y…
—No, gracias, en serio… ya mañana nos vemos, ¿sí?
—¡Estás rematada, Panchita! No te vas para nada, quédate aquí; es más, ya voy corriendo a estos sinvergüenzas y nos vamos juntos…
—Gracias, don Raúl, en serio, muchas gracias, pero prefiero irme sola… No sé, es un gusto hacerlo.
Don Raúl quiso detenerla, no obstante, ella ya estaba fuera de la puerta.
Sinceramente pensó en que cabría la posibilidad en que sería la última vez en verla. Ojalá que, si así fuera, ella no volvería porque se consiguió un mejor trabajo o volvió con sus padres. Le dio lástima. Así también otros adentro, que seguían espantados por la aparición que no los dejaba en paz para disfrutar su borrachera.
Ya los faros estaban encendidos cuando ella caminaba taciturna por las calles de la ciudad. En verdad no quedaba lejos su trabajo, era cuestión de andar unos cuantos bloques y listo. Y tenía razón, suficientes personas merodeaban por el lugar, disfrutando de los placeres de la noche o del alivio de que ya era viernes y mañana era de descanso.
Francisca tuvo un momento de paz.
Mientras sus pies marcaban el paso hacia su morada, soñaba con otra persona, en otra vida, en otro universo. Ese personaje es como ella, bonita, simpática, con el don de ser amigos de todos. Esa persona, así como ella hubiera deseado ser a sus 28 años de edad, está teniendo éxito como mujer empoderada, cosa extraña en sus tiempos todavía muy conservadores. Tiene auto, posiblemente rojo, un Fiat, sí; la cabellera es más corta, su mirada más dócil y coqueta; sale de un negocio, que es su negocio…, y ya no es necesario pensar en ser una actriz famosa, porque con lo que tiene ya es suficiente. De ahí sale de su restaurante, porque es un restaurante lindo, quizás italiano, donde siempre huele rico, y se sube al automóvil, de su propiedad, y se va, va lejos.
Es hermoso cómo la seguridad hacia sí misma la enarbola, como si fuera una diosa, imponente y graciosa. Sonríe a todo momento, como un sol con antifaz por la noche. Sus pensamientos, sí, podía saborearlos… por ahí ronda el recuerdo en que se tuvo que portar mal para salir adelante, pero ahora ya no es necesario seguir perdiendo el tiempo y dinero en apuestas y de la vida fácil, lo mejor era librarse por sí misma, por su propio esfuerzo. Ella, esa mujer ilusoria, también trabajó en bares, de lo cual se refleja su personalidad en lo más espléndido posible; todos la aman.
Un ambiente predilecto.
Francisca sentía que los pulmones se llenaban de algo extraño, congelante y oscuro; y proseguía con sus andares imaginativos.
Aquella mujer no sabe que también es observada, o mejor dicho, perseguida. Todo parece ir bien, como ha estado acostumbrada, ningún desliz podría detenerla en su camino al éxito económico; podrá mandarle dinero a su familia que vive en Connecticut. De las sombras de otro coche, este tomar forma de un hombre que ha olvidado su humanidad desde sus orígenes, o tal vez nunca la tuvo, y decidió seguirla atento a cada movimiento que hace la dama empoderada.
Sí, todo va tranquilo. Las ondas de frecuencia alta llegan con armonía en el interior del auto de ella, con música rica, alegre, justa para llegar con buena actitud hacia su casa. Nada la podrá detener. Nada. Su vida y caso son justos. «Fácil» es una palabra inverosímil para sí misma.
El coche se detuvo por la luz roja de un semáforo. Ella está encantada con la música y las cosas que planea hacer. Una mente siempre activa. Mientras, aquel que la persigue ya estaba preparado para actuar en cualquier momento que ella bajara el auto.
El tiempo esperado llega. Ella, con la delicadeza que se puede permitir, se frotó un momento los pies y luego decide salir del auto, después de aparcarlo en el estacionamiento que está a 30 metros de su apartamento. Ella camina hacia el complejo de su departamento, la criatura siniestra también está fuera de su coche, acechándola en cada paso; entretanto, ella ni en cuenta del peligro que le pisa los talones.
Hasta que «algo» le avisó de la situación que se encontraba. ¿Sería una voz? ¿Una alarma? Es parecido al sonido de una sirena… una cadencia femenina, posiblemente amistosa, pero aterrada. Ella pronto siente lo mismo que aquella advertencia. Así mira hacia atrás: no muy lejos de ella, cerca de una parada de autobús, un hombre trajeado con un sombrero de ala ancha, que lo hace ver más como un disfraz animado, la mira con aires antagónicos que le hacen temblar mucho.
Ella ya estaba corriendo cuando él no la dejaba huir. Es la presa perfecta, en el momento perfecto, para sus deseos execrables pero exquisitos… Puede saborearla, ausente y aun así todavía caliente. No deja de pisar frenéticamente el suelo hasta que la alcanza frente a una puerta, y con su cuchillo de caza la penetra dos veces, en una ocasión perforando uno de sus pulmones. Ella no debe quedarse callada ni un momento más.
—¡Dios mío! ¡Me apuñaló! —puede sentir que la sangre le brotaba de su boca, y aun así sigue— ¡Que alguien me ayude!
En eso, uno que otro espectador ya había visto lo que pasaba, pero no deseaban ni desean entrometerse de inmediato. Capaz y se tratara una riña entre amantes.
Pero una viejita, recordando los tiempos en que su exmarido la maltrataba, osa gritarle a aquel insolente, todavía creyendo que la muchacha exageraba y nomas llamaba la atención.
—¡Eh, deja a esa joven en paz! —grita con todas sus ganas. Luego se dispone a terminar lo que ha sobrado de la cena.
Ya son las 3 de la mañana y la gente no dormía en aquella ciudad. Es absurdo que nadie hubiera salido en su auxilio. Lo bueno, para bien de todos, que aquel monstruo se percató de que también es observado, y mejor huye para no ser capturado. Ella, la mujer ilusoria, quiere moverse, no obstante, su cuerpo ya no reacciona igual. Intenta sacar las llaves de su bolso, pero estas se le resbalan de sus finas manos, y la puerta naturalmente permanece cerrada.
«¡Que alguien la ayude!», un ser de otro mundo piensa.
Nadie sale de su hogar para darle algún cuidado, cada quien regresó a lo suyo creyendo que todo se había solucionado por la valiente viejita que detuvo el conflicto con un achacoso alarido.
La sangre brota, todavía no como una fuente, pero lo suficiente para pensar en el riesgo de morirse ahí mismo. No puede hablar, o no tiene fuerzas para hacerlo. Piensa en su madre. Piensa en su matrimonio fallido. Piensa, y lo desea, en la posibilidad haber sido actriz, famosa y despampanante, tiene tanto cara y cuerpo para hacerlo… y no, siente que se iba. De seguro con el barullo algún vecino abriría el portón para dejarla entrar, así luego hablar a alguna ambulancia.
Incrédula, no puede creer lo lento que está pasando el tiempo, y las luces de aquellos confines que son los edificios contiguos daban a entender que hay almas conscientes, posiblemente percatados de su terrible asunto, y aun así, no actúan, no hacen nada.
Por un momento, lúgubre, de cada ventana, de cada edificio, siente lo más siniestro: todos sus inquilinos se pararon frente al cristal, cerrado o abierto, y la miran fríamente, como sombras de ultratumba. Parecen juzgarla por algo que no hizo, o, solamente estaban expectantes de la tragedia que pueden saborear con sus infernales bocas.
Nadie, ni por poco, decide ir en su ayuda.
La vida se le va, pero se aferra a ella y quiere levantarse; no puede, cae sobre la pared y ahí se da cuenta que pronto todo acabaría.
En efecto, el monstruo vuelve, justo a los 10 minutos que parecieron horas para su víctima, y le sorprende que nadie esté con ella. Nadie hizo nada, solo miraron y listo. Perfecto, el momento perfecto, el placer exquisito de… lo excita demasiado que tiene una erección temprana. Así vuelve y se abalanza hacia ella, preguntándose si se va a dar cuenta que está pronto a morir por sus manos. Lo primero que hace ella es verlo, ahogarse en un grito y subir una mano para defenderse del asesino; lo resulta es una apuñalada, en su palma, luego en la otra, a él divirtiéndole muchísimo.
Sangre, más sangre sobre el pavimento y la pared. La erección es tan grande que siente que su pantalón va a reventar.
Pero todavía faltan algo: ella tiene que morir antes. Así que sigue apuñalándola, mientras ella pide auxilio con gemidos que le causan gracia. Lo curioso, para él, es que ella le pedía a una amiga ausente que le ayudara, pareciéndole algo místico. Bueno, igual, nadie vendría a rescatarla. Vuelve a lo suyo y la remata.
Cuando ella deja de respirar, él ya no aguanta más, y la viola. Es sublime, según su tenebrosa consciencia.
Él, poniéndose los pantalones de vuelta, ríe, sintiéndose victorioso, expurgado, cumpliendo su propósito maligno en esta vida: disfrutar de la muerte. Se va, deja solo al cadáver de ella, todavía desangrándose.
Francisca grita, grita muy fuerte, a cada uno de los vecinos que no hacen nada, solo observan.
Eran espectadores, y nada más.
Cuando Francisca vuelve en sí, ella estaba llorando en el suelo, y de sus manos sentía algo viscoso que olía a cobre.
Sangre, era sangre.
Su propia sangre.
De pies ya no podía contar, que eran patas con garras muy filosas; su espalda no era lo que algún tiempo fue, porque ahora dos alas macabras del color de la noche se movían desaforadas en sus posiciones; y al hablar, ululaba y chillaba, como si el mismo infierno cantara.
Y su cuerpo, o el que fue suyo, estaba tirado, ceniciento, mojándose sobre su propio charco de sangre. Francisca había muerto y a la vez renacido.
Cacaraqueó en forma de llanto, lamentando que su cuerpo muriera sin que su consciencia se fuera con él. Escuchó otros sonidos, ya familiares, como el de un avispero. A su alrededor había muchas aves extrañas, como lechuzas femeninas, con caras horripilantes de mujeres llenas de odio, invitándola a que se uniera a ellas.
Francisca, atiborrada de los sentimientos más tristes y negativos que podía sentir, quiso también morir en el acto…; pero otro instinto nació en ella, uno nuevo. Y atroz. Volvió a su cuerpo y lo odió. Odió que no fuera lo que ella quería, ni tan bello, ni tan capaz. Una vida de constantes fracasos.
Odiaba todo eso.
Se odiaba a sí misma.
Odiaba a todo.
De unos cuantos zarpazos dejó irreconocible a su cara, y sin más rodeos sentimentales, se unió a sus nuevas hermanas y juntas volaron a lo lejos, perdiéndose entre las tinieblas de Nix, su matrona, su guardiana.
*
Pedro estaba feliz, pleno. Tenía entre sus brazos a su bebita, la linda Kiara, a la cual la llenaba de besos cada vez que podía. Su esposa lo llamó, para que la dejara por fin dormir, y ellos darse un tiempo para amarse en la cama.
No pudo haber soñado un mejor ambiente que ese, ya que tenía buen trabajo, una esposa muy guapa, y una retoña de lo más lindo.
Cuando vio a su esposa, también se la comió a besos, mientras ella, por descuido, dejó caer la copa de vino y este se reventó dejando rastros de color carmesí en el piso de vinil.
Ya más tarde, desnudos y somnolientos. La luna cayó sobre sus cuerpos que apestaban a sexo, y ese fue un llamado de alerta que lo despertó a Pedro.
Una voz lo había despertado y sudaba más de lo debido, cosas extrañas y maléficas le había dicho, por eso no dudó en despertar también a su esposa y decirle que iba a ver a la niña. Lo hizo, nomás poniéndose los calzones y saliendo del cuarto. Lo extraño es que la puerta de la alcoba de la bebita estaba abierta.
Apresuró el paso y entró.
La ventana estaba abierta y la luna, agresiva, grande, parecía como si se estuviera riendo de él, se miraron frente a frente. Cosas volaban fuera mientras él quiso fijarse más en la cuna de su hija.
Oh, terror.
Oh, terror.
Sangre escurría de la cuna; pedazos que alguna vez fueron de una diminuta humana yacían ahí, sin forma de vida inteligente.
El coro de risas infernales parloteaba afuera, como pajarracos que se agraciaban del infortunio ajeno. Pedro se tragó el alma hasta quedarse helado, como si estuviera muerto.
Una pequeña ave, extraña, no reía, pero igual volaba con torpeza. En eso la esposa enciendió la luz del cuarto y claramente pudieron ver lo más terrible: de aquellas figuras voladoras, esa más pequeña, tenía la cara idéntica a la de su bebida, solo que con rasgos de fealdad inhumana de la que fluían miríadas de odio hacia la humanidad.
La esposa no podía creer lo que estaba pasando y, lo primero y único que pudo hacer, fue gritar; gritar tan fuerte como pudo.
Pedro, hipnotizado, solamente escuchaba risas y lamentos de dolor; su vida se desmoronaba poco a poco, todo aquello que había soñado, todo en lo que había invertido años de esfuerzos, se había ido en una noche de pesadilla.
Y los gritos… los gritos siguieron.
Encerrado con 12 amarres y entre paredes acolchonadas que nunca pudieron curar el terror que vivía constantemente.
La pesadilla de aquella noche donde todo terminó.